Mejor deseo que vicio

24 enero, 2017 • Pluma invitada

Todos tenemos un día en la memoria, ese en el que por primera vez la tuvimos en las manos y de hecho, cada vez que sacamos nuestra arma en el monte y sentimos el contacto del acero con nuestras manos, ese día se revive con la misma intensidad que aquella primera vez.

En mi mente están aquellos días, sentada a la vera de mi padre, tras un matón en algún rincón al frío de noviembre tirando zorzales. Su silueta… Atento a este esquivo pájaro que con su vuelo rápido y su “pi” veloz arrancaba de sus labios maldiciones cuando ni si quiera había encare.

Mis ojos inquietos y mi mente despierta, al igual que intentaba adivinar cuando pasaría el siguiente, se iban inconscientes a su superpuesta, esa que tan solo las manos fuertes de mi padre tocaban, esa que tan atrayente y prohibida resultaba.

No recuerdo bien mi edad (supongo que eso lo tendrá más claro mi padre), lo que sí recuerdo con claridad es que cada tarde de zorzales, con la caída del sol, venía aquella conversación: “Papá, ¿puedo tirar yo?”. Y siempre se sucedía la misma respuesta: “Aquí no se viene solo a tirar y todavía eres pequeña; no preguntes más”. Obviamente, al día siguiente con la caída del sol, la misma pregunta hasta que la respuesta fue: “No preguntes más, que no es que no”.

Aquel punto de inflexión entre mi padre y yo, irme enfadada cada tarde por no poder ni mirar aquella superpuesta, no alcanzar a comprender que no era el momento… Supongo que fueron muchas las temporadas que pasé sentada y andando detrás de él y de su lápiz de jara hasta que llegó aquella tarde, aquella en la que no se esperó a la caída del sol, esa en la que de sus labios salieron las palabras tan ansiadas: “¡Venga, carga como has visto y vamos al lío!”.

Nunca me he sentado a preguntarle que vio para tener claro que ese era el día, que ya era el momento (tenemos esa conversación pendiente). Aquel primer disparo a ese zorzal fallado, aquella mirada de complicidad y, sobre todo, aquella sonrisa en nuestros rostros. En su mente no lo sé, pero en la mía no se ha borrado aquel día en la que me sentí más fuerte, más capaz, más responsable incluso, y cómo al día siguiente volví a ocupar el segundo plano esperando que de sus labios saliese un “ahora te toca a ti”. Poco a poco, día a día, un poco más mía, un poco más segura, un poco más cazadora.

No será mi padre el que mejor lo hizo del mundo; nunca sabremos si esperó mucho o esperó poco. Lo que sí tengo claro es que me hizo respetar aquella superpuesta. Me apartó del camino ese que te lleva a pensar, con la mente inquieta que dan los pocos años de monte,  que al campo se va a tirar. Me dio con su  lápiz de jara la mayor de las enseñanzas: manejar un arma con seguridad, no tener prisa cuando se caza, evitar el ansia… Me enseñó unos valores que hoy son de lo que más presumo. Tarde tras tarde, al frío de noviembre, me enseñó a ser un poco más cazadora y un poco menos francotiradora.

Hoy me pregunto qué le falta a nuestros días cuando en conversaciones solo se habla de las veces que se apretó el gatillo; cuando veo a niños que no levantan dos palmos del suelo, con las mismas ansias de pólvora que tuve yo, escuchar cómo se vacían los cargadores me pregunto si se están perdiendo esos valores (espero que no), si estamos olvidando aquello que el lápiz de jara de nuestros mayores nos enseñó, consintiendo que crezcan rodeados de estadísticas de disparo, de número de vainas en el suelo… Nos quejamos de que el monte está cada vez más lleno de francotiradores y, sin embargo, no nos quejamos de que seamos nosotros mismos los que quizá estemos creando a esos “pegatiros” impulsivos que no van a saber valorar nada que no sea apretar un gatillo.

No seamos egoístas, no privemos a los nuevos del placer que supone conseguir algo que llevamos ansiando desde siempre, dejemos que nazca en ellos el deseo de cazar y no el deseo de apretar un gatillo. Creemos en nuestros jóvenes el deseo y no el vicio, pues como siempre digo, cazar es como el buen amor, y el buen amor se disfruta con deseo pues cuando se hace por vicio pierde su razón de ser.

Ana B. Marmolejo


Hay sólo 1 comentario. Yo sé que quieres decir algo:

  1. Vidal dice:

    Muy buen artículo. Me ha gustado mucho. ¡Enhorabuena Ana!

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