Valió la pena vivir en las navas de José Luis Alonso
A un buen amigo, hombre de cereal, rastrojo y barbecho
Hacía semanas que le fallaban las fuerzas. Aún a pesar de que estaba iniciando su madurez, con tan sólo siete primaveras cumplidas, ya no podía estar toda la noche de excursión, hocicando sin descanso, buscando esas raices, bulbos y gusanos que tanto le gustaban. Tampoco podía visitar tan frecuentemente a sus muchos descendientes que poblaban todo el valle de la Dehesa de Las Navas, ni seguir buscando machetes inconscientes y atrevidos que estuviesen dispuestos a medir sus fuerzas con sus afiladas y experimentadas navajas.Tenía que descansar, pararse de vez en cuando, pues el pinchazo que le recorría todo el jamón derecho cada vez era más intenso y cada día lo sentía crecer hacia sus zonas más vitales.
En esos momentos, en los que, bajo una encina, cerca del río de mensegales, amparado en su sombra, o en lo más espeso de un jaral de su amada Morra de Gálvez, tenía que refrenar su querencia de seguir disfrutando de la noche, pensaba amargamente en lo torpe y descuidado que había sido hacía unos meses, en una estrellada noche de verano, al pasar por aquella vereda y no darse cuenta a tiempo del olor a humano, del que su madre siempre le previno desde su más tierna infancia.
No tenía excusa, esos olores ya le eran muy familiares, y siempre había sido capaz de anticiparse y vencer en buena lid a su contrincante. Al principio no entendía nada. No encontraba explicación alguna que justificase esa obsesión y dedicación de los humanos a perseguir a los de su especie, pero con el paso de los años, una vez entendido el “juego”, por llamarlo de aquélla manera, ya no le quitó más el sueño. Aceptaba las reglas – querían sus navajas – y sabía que el campo en donde había nacido era su casa, las trochas, veredas y jarales sus defensas, los olores sus señales de alerta y, sobre todo, el aire, su gran aliado. Desde entonces renqueaba, pero sabía que esta vez era distinto, que su herida no cicatrizaba como tantas otras veces. Había algo más, internamente, que no paraba de crecer, produciéndole latigazos cada vez más frecuentes.
De esto hacía ya casi seis meses y llegaba el invierno, con sus fríos y duras heladas. Estaba convencido de que no podría resistirlo, no sin esas reservas de tocino que siempre atesoraba durante el otoño y que se estaban ya terminando. Pensaba que éste sería el último, de ahí que llevara ya varias lunas meditando cómo quería que fuera su final. Quería terminar bravamente, al igual que había vivido, y no quería para sí la forma anónima en que había visto morir a muchos de su especie, podridos y malolientes en el fondo del barranco más inaccesible o en la espesura de un zarzal, escondidos de todos y de todo. Él era distinto, quería terminar su existencia, tan llena de recuerdos y de gratos momentos, haciendo que hablaran de él en el futuro, consiguiendo con su forma de batirse en su último día que su recuerdo transcendiera su limitada existencia.
Y hoy era ese día, lo presentía. Desde primera hora de la mañana había oído el ruido de muchos motores que entraban en sus Navas. Estaba cómodamente encamado en su lugar preferido, en una de las hoyas de El Cabezo, en la solana por dónde asomaba el primer rayo de sol al despuntar el día, cuando confirmó que, efectivamente, desde la casa del Cubo, llegaban los sonidos que le eran tan familiares y que presagiaban un mal día. Hoy tocaba. No eran muchos días al año. En esos días de ruido, carreras, ladridos y estampidos, la angustia e incertidumbre por saber si vería caer la noche de nuevo primaba sobre todo lo demás. Pero hoy era distinto. Ya no tenía angustia ni incertidumbre de cómo acabaría la jornada. Morir ya no importaba, sólo le preocupaba confirmar si su pata herida le iba a permitir hacer lo que tenía previsto, burlarse de sus enemigos y demostrarles quien era más listo, rápido y hábil.
Se cruzó con una pelota de venadetes jóvenes que, intranquilos, iban yéndose hacia Sotogordo, la vía natural de escape de su preciado monte. Su destino era otro, aquella explanada en la que acababa el camino que ascendía paralelo a los eucaliptos, cerca de los rasos donde desde hace unos años empezaban a crecer nuevos y vigorosos árboles. Allí recordaba que los de los olores dejaban sus máquinas, y empezaban a subir el cortadero, quedándose apostados de tanto en tanto, justo antes de que empezasen los ladridos. Hoy la estrategia sería la contraria a la que siempre le había dado tan buenos resultados. En vez de esconderse en lo más espeso, inmóvil hasta que casi le pisaran, hoy quería descubrirse desde el primer momento, quería hacer lo contrario a lo que tantos años le había salvado de días como hoy.
Quería confundirles, despistarlos, enloquecerlos, enfadarles en suma, hasta venderles cara su vida. Hoy les entregaría sus colmillos y les daría de qué hablar durante años. En estas estaba cuando vio las grandes máquinas que empezaban a subir la cuesta, llenando su preciado entorno de humos irrespirables. Escondido entre los troncos esperó a que pasaran y cuando confirmó que había pasado el último les empezó a seguir por el mismo carril. Sabía que esas máquinas se movían sobre unas gomas que, aunque duras, no eran inmunes a sus navajas, pues hacía años, en una de las sequías más duras que había vivido, tuvo que, desesperado por el hambre, comerse una de ellas para poder sobrevivir al duro invierno. Cuando estaba a menos de diez metros del último de los artilugios que subían renqueando se paró un segundo, respiró hondo y observó por última vez el valle que tenía a su derecha, se despidió de sus Navas e inició, feliz, su última aventura.
En una alocada carrera embistió el lateral de hierro del último vehículo y, antes de superarlo, dio un fuerte jetazo en la goma delantera, que hizo un ruido como los truenos antes de inclinar el vehículo hacia ese lado. Algo asustado por el ruido, que le traía de nuevo sus peores recuerdos, siguió corriendo hacia el siguiente vehículo y le fue dando jetazos en su costado metálico hasta que chocó con el aire. Oía gritos, exclamaciones que le envalentonaban y confirmaba que estaba haciendo historia….En un atisbo de cordura cruzó por delante del segundo vehículo e hizo lo mismo por el otro lado, el que volcaba hacia el valle, en otras dos paredes de metal que se movían lentamente. A cada jetazo notaba que sus colmillos arañaban y dañaban la chapa, llegando a pensar que podía perderlos cuando iban a ser tan necesarios para su última pelea.
Cuando alcanzó al primer vehículo, cumpliendo su minucioso plan, dio un jetazo a las dos gomas, no siendo capaz de oír las pequeñas explosiones por la mucha adrenalina que había desprendido su cuerpo. Tras cumplir la primera parte de su plan se enmontó, y, ya tapado por las jaras, siguió su trocha preferida, aquélla que le llevaba de vuelta a su encame, todavía caliente tras su primera escaramuza. Allí pasó un par de horas, como siempre hacía cuando había jaleo en el monte, esperando a ver si le descubrían. Una vez descansado, empezó a ventear y a buscar las posturas. Si siempre evitaba a los humanos, hoy el “juego” era distinto, iba en su búsqueda. La verdad es que era más fácil, sólo tenía que dejarse llevar por su gran aliado, el aire, que delataba sin piedad a los humanos.
Cuando ya había detectado al primero, a escasos treinta metros, escuchó a lo lejos una campanilla, signo inequívoco de que algún perrillo de los que más temía le había descubierto. Éstos eran los preocupantes, los que iban solos hasta coger el rastro y luego empezaban a ladrar, reclamando la ayuda del resto de la jauría. En vez de escapar, como hacía siempre, volvió sobre sus pasos y le esperó en un recodo de la trocha. Nada más verle, lo arrolló, dándole jetazo tras jetazo hasta que, tras interminables aullidos, estuvo convencido de que ya no le podría seguir. Volvió sobre sus pasos, contento de que otro de sus objetivos – dar su merecido a cuantos perros pudiera – también se estaba cumpliendo. Tras diez minutos de alocada carrera por sus queridas e inaccesibles trochas, se quedó absolutamente inmóvil, casi coronando una de las hoyas, venteando, escuchando… todo parecía de nuevo tranquilo con él, aunque no pasaba lo mismo para otros, pues en la zona de los rasos se oían explosiones permanentemente. Hoy nadie quería dar la cara en el monte y todos estaban escapando hacia La Dehesilla o a Sotogordo.
Sus planes eran otros, quería subir a lo alto del monte, más arriba del mirador, donde conocía un sitio en el que los humanos no podían hacerle daño, por lo que podría humillarles sin asumir excesivos riesgos. Ya lo habían comentado entre ellos en varias ocasiones. Aún a pesar de cruzar un cortadero y tener posturas de los humanos a ambos lados, a menos de cien metros cada uno, si lo hacían siguiendo la trocha de la sangre, conocida con este nombre pues era por donde se llevaban a sus compañeros muertos en días como los de hoy, inexplicablemente no se producían detonaciones a su paso. Hasta allí llegó y, como siempre hacía, paró justo un metro antes de aclararse las jaras y, efectivamente, tanto a derecha como a izquierda olió a los humanos. Incluso reconoció a uno de ellos.
El de su derecha era el hombretón de las sienes plateadas, aquél que siempre solía subirse a lo más alto de las peñas, para poder divisar a gusto y bronceado todo lo que ocurría en la mancha. Había tenido suerte, éste era de los buenos, de los que cuando fallaban maldecían, chillaban y se enloquecían, como frustración a su constancia y afición en su búsqueda de lances, recuerdos y navajas. De un solo brinco alcanzó el punto previsto, notando cómo se tensaban los cuerpos de los humanos y, tras la primera sorpresa, levantaban sus armas en su dirección. Pero, afortunadamente, su treta funcionó. No sabía porqué, pero el temido ruido no llegó a producirse. Se quedó inmóvil, casi sin respirar, moviendo sólo sus ojos, para comprobar que ambos enemigos seguían sin moverse.
Así aguantó lo que le pareció una eternidad, hasta que notó que uno de ellos bajaba su tubo metálico, probablemente vencido por el cansancio y la tensión del momento. Le embargó un primer sentimiento de victoria, cuando de repente notó un movimiento brusco a su derecha, donde hasta hace un segundo estaba el hombretón. Se le aceleró el pulso, pues no había previsto su hábil reacción. En sólo tres zancadas atravesó la mitad del cortadero y entonces sí temió por su vida, súbitamente arrepentido de su bravuconería y del desplante recién realizado. Instintivamente se giró y, en un alarde de esfuerzo y de contracción acelerada de todos sus músculos, de un solo salto casi se puso a salvo, cuando oyó un trueno estremecedor y notó que muy rápidamente, como un hilo invisible, algo le había traspasado sus dos jamones traseros.
De pura inercia llegó a la espesura de las jaras, consiguiendo, con el apoyo de sólo sus manos delanteras, adentrarse en unos cercanos y espesos espinos. Allí paró, vencido por la flaqueza de sus fuerzas. Oyó gritos de los humanos y percibió cómo, poco a poco, se iban acercando los ladridos que tan bien conocía. Agotado, pero contento, se preparó para su última batalla. Reculó hasta lo más espeso. Tenía escasos segundos para reflexionar: había sido una buena vida en estas Navas tan queridas, había tenido más suerte que otros, había padecido lo habitual en su especie, pero había disfrutado y, por encima de todos sus sentimientos, presentía que iba a tener un final acorde a su bravura, que iba a conseguir su objetivo de que, tras su muerte, siguieran hablando durante muchos años de aquél guarro loco que los enloqueció aquel día en el Cabezo.
En éstas estaba, agotado pero feliz de que ya se terminara todo, cuando una cabecilla de un mil leches se le apareció a pocos centímetros. Por puro instinto le embistió y notó cómo, al tratar de huir, su navaja rasgaba profundamente tejidos, hasta chocar con algo duro, que le parecieron las costillas del famélico perrillo. Volvió a acularse, empezando a notar cierto frío en sus extremidades, mientras el perrillo que yacía a escasos metros daba unos alaridos que helaban la sangre al más pintado, alertando a sus colegas de que la pelea recién empezada no iba a terminar sin bajas. El ruido era ensordecedor, los perros cada vez eran más, aullaban histéricamente, previendo el trágico final y envalentonándose unos a otros.
Notó algo por detrás, un mordisco profundo y firme. Se giró rápidamente, dándole a otro su merecido, casi cortándole de cuajo su frágil cuello, cuando notó que su movimiento había sido aprovechado por la jauría para enterrarle literalmente. Sintió punzadas, escalofríos y dentelladas por prácticamente todo su cuerpo, notando fétidos olores en su jeta, sintiendo atenazadas sus belfos y orejas. Pareció quedarse sordo y paralizado. Intentó, sin éxito, moverse, sintiendo tensiones en todo su cuerpo. Aún así consiguió herir de gravedad a alguno más, pero ya vio acercarse su final. Sintió una paz infinita, rememoró en segundos sus correrías por las Navas, sus conquistas, sus juegos con sus descendientes, recordó a sus más fieles escuderos, que tanto habían prolongado su existencia y, ya en una nebulosa, le vio de nuevo, descamisado, sudoroso, como un gigante, enrojecido por la emoción, con algo metálico y resplandeciente en su mano.
Escuchó vagamente que hablaba con los perros y súbitamente le perdió de vista. Sin previo aviso, notó que sus costillares acogían un nuevo dolor, traspasándole su coraza y dañando sus órganos más vitales. De puro dolor acumuló todas sus fuerzas, se giró, soltándose de los perros, aunque uno pequeño siguió colgado de su jamón herido y arremetió contra el hombretón de las sienes blancas. Vio su cara de sorpresa y de temor. Estaba claro: se había confiado en exceso, pensando que estaba ya vencido y que le iba a entregar su vida fácilmente.
Pero estaba equivocado, antes tenía que saldar una deuda con los humanos. Enfurecido, casi sin fuerzas, se fue contra él y en sólo unos segundos el hombretón, yéndose hacia atrás, tropezó y cayó. Indefenso, pensó destrozarlo allí mismo a navajazos, como había hecho muchas otras veces con los odiados perros. Pero, una vez más en su último día, tenía que hacer lo contrario a lo previsto, se echó sobre él sin herirle, dejó que la espuma sangrienta de su boca le manchara su pecho, disfrutó viendo sus ojos de pánico y, cuando notó que la jauría se le echaba de nuevo encima, reculó un par de metros y, ya sí, quiso herirle, dejarle huella, que le diera esa “gloria” tan deseada en ese día.
Empezó a darle jetazos en su pierna, hasta destrozar el cuero y alcanzar la carne. Cuando por fin consiguió juntar sus sangres, notó que era el final, un final digno, fiel a lo imaginado. Volvió a verle, todavía tumbado, apuntándosele una sonrisa, escapándosele grandes bufidos de pura emoción. Antes de abandonarse a un sueño eterno, notó que se levantaba, cojeando, y que le limpiaba su propia sangre del metal en el costado. Justo antes de abandonarse, plácidamente, en un pozo sin fondo, escuchó lejanamente:
– “Muerto”, “Muerto” ¡¡¡¡.
Sin duda, había valido la pena vivir en Las Navas.
“El Guarro Loco”
Relato a concurso de José Luis Alonso