Un día de gloria en las Navas de Jose Luis Alonso
Hace años leí una frase que ratificó mi forma de enfocar la vida y, desde entonces, trato de aplicarla siempre que puedo. La frase en cuestión decía que “En esta vida hay que tener recuerdos e ilusiones” y mi mejor recuerdo de caza sucedió un nueve de noviembre de dos mil dos, en el coto de Las Navas, en el término municipal de Herrera del Duque.
Al ser sábado no éramos muchos. Cazábamos la Morra de Gálvez que, como su propio nombre indica, es una pequeña morra con algo de monte, que rodeamos entre doce ó quince puestos. Me tocó el puesto 10, debajo de una encina ya crecidita, a unos cuarenta ó cincuenta metros del monte, que suavemente iba descendiendo hasta llegar a un sopié limpio y amplio, donde nada más colocarme ya me imaginaba y tenía la ilusión de ver al poco tiempo las carreras de las reses.
A mi izquierda tenía a Pepe y a su hija Elena, y a mi derecha no recuerdo, pues no veía el siguiente puesto. Empezaba el gancho y se escuchaban, al ser una mancha pequeña, los primeros ladridos nerviosos de los perros, los perros de Cano, nuestro mejor perrero y taxidermista, y los gritos de Cartilla, nuestro magnífico guarda.
De repente, junto a los ladridos, que sonaban ya distintos, más broncos, anunciando la persecución, empecé a escuchar claramente cómo se producía una carrera, rompiendo el monte, enfrente de mí. Por el ruido que hacía parecía claramente una res, un cervuno. Y así lo confirmé a los pocos segundos, cuando además del ruido pude ver que, efectivamente, como bajando a tumba abierta, sin ir por trocha alguna, y en una perfecta línea recta que terminaba en mi puesto, bajaba a la carrera un ciervo, con una cuerna muy, muy negra, no muy alta y que se cerraba en lo alto, casi tocándose ambos extremos.
Era el primer lance de la jornada y los nervios estaban más a flor de piel que nunca, pues además de ser el principio de la temporada, hay que reconocerlo, la noche anterior había dormido poco, había madrugado bastante y, sobre todo, había colmado el espíritu con otros sentimientos y emociones que no vienen al caso pero que, junto al recuerdo de un buen vino y de una mejor compañía, marcaron, sin duda, mi comportamiento en el desenlace que más tarde describo. Como buen montero, y dado que el animal bajaba en una absoluta línea recta – y tirar de “pico” no es fácil – le dejé cumplir, hasta que salió del monte y a unos treinta metros de mi puesto, me vio, se asustó y giró hacia su izquierda, dándome por primera vez su costado, lo que aproveché para, de un tiro certero en el codillo, cobrar la primera res de la temporada.
Me fumé el pitillito de rigor – entonces todavía fumaba – y ya más tranquilo, me recreé mentalmente en el lance, repitiéndolo una y otra vez. Casi sin tiempo de terminarlo, escuché que a mi izquierda Pepe disparaba a alguna res que, tapada por el monte, todavía no acertaba a vislumbrar. Pasaron dos, tres segundos, una eternidad cuando tu corazón bombea, a un ritmo desenfrenado, más sangre de la que tu pulso puede recibir y, de repente, con toda su fuerza y majestuosidad, salió al sopié un magnífico venado que, desde mi izquierda y en línea milimétrica con Pepe y su hija Elena, venía hacia mi puesto.
Al final, tras una carrera que pareció eterna, en la que imitaba a un bailarín, levantando y fijando musicalmente sus patas sobre el verde suelo, embarrado por las recientes lluvias, se dispuso a cruzar el río que tengo a mi espalda. Una vez superado el ángulo de peligro con Pepe, y ya en mi tiradero, le solté dos tiros, que le hicieron caer, finalmente, a veinte metros del puesto. El lance fue muy rápido y bonito.
¡Vaya día! Acabamos de empezar y ya he cazado dos venados, por lo que he terminado mi cupo y a partir de ahora cualquier otro que se acerque a mi puesto habré de espantarlo, pues además de cumplir con la ley de caza de Extremadura nos autoimponemos un cupo de dos ciervos machos por cazador y día para repartir algo más la suerte entre el resto de cazadores.
Me sentía, realmente excitado y alucinado por la cantidad de lances que había tenido el privilegio de vivir en escasos veinte minutos y, por primera vez en toda la mañana, tuve unos minutos de tranquilidad, para recrearme en esas escenas que acababa de vivir y que realmente te trasponen y te elevan a otro mundo que sólo entendemos los cazadores. En definitiva, acumulando recuerdos…
En éstas estábamos, ensimismado, mirando hacia el monte sin verlo, con la mirada perdida, cuando empezó una ladra en lo alto de la morra, se oían nerviosos ladridos que anunciaban al guarro, – la guinda que faltaba – y, tras unos segundos de indecisión y algarabía, se confirmó. Tronó la voz potente y clara de nuestro mayor maestro de la caza, de nuestro guarda Cartilla: “ … ahí va el guarro, ahí va el guarro …”.
Son gritos que te hielan la sangre, te cortan la respiración y empiezas a imaginarte por dónde va a romper, si te entra a ti ó al vecino. La carrera es clara, los perros ladran desesperada y nerviosamente, aunque a nosotros nos suene como tocando a gloria. Se le acercan, quizás lo paren, pero no, el guarro, claramente, iba de bajada y creí que le entraría a huevo a Pepe. Me alegré por él. Lo bueno de cazar entre amigos es que cuando no te toca a ti, le toca al de al lado, y como siempre sabes quién es y además es tu amigo te alegras, casi, casi, como si te estuviese entrando a ti.
Desde lo alto de la morra, tanto Cano como Carti no dejaban de gritar, animando a los perros y la algarabía, arrollando monte, iba acercándose al puesto de Pepe al que, efectivamente, parecía que le iba a comer. Esperé oír ya el tiro, pero no se producía y empezaba a alejarse, sobrepasándole. No entendía qué había podido ocurrir. Quizás no había podido tirarle por miedo a herir algún perro. Lo sentí por él, pues el lance podía haber sido precioso.
De repente, los ladridos continuaron, pero ya sonaban distinto, como a parado. Cano empezó a gritar, “ al guarro, al guarro, entrarle, que me va a matar los perros …..” y hete aquí que, como transformado por una llamada divina, me agaché, cogí el cuchillo y empecé a correr, pegando gritos a Pepe para que me viera, supiera que salía de mi sitio y tuviera cuidado. Su puesto, por donde intuí que había pasado el guarro, estaba lejos, y cuando llevaba ya corridos treinta ó cuarenta metros empecé a ahogarme, no sé si del tabaco, de la emoción ó de los nervios, por lo que tuve que frenarme y sólo pude seguir andando muy rápido. Los ladridos de los perros continuaron, si acaso con más frenesí, así como los gritos de Cano que seguía bajando la morra.
Cuando llegué a unos veinte metros de donde presumía que estaba el agarre, todavía sin verlo, dejé el rifle apoyado en un árbol y empecé ya sí a correr, con la cabeza muy alta, sin mirar el suelo, pendiente de encontrarme con esa visión siempre idealizada del agarre. El ruido cada vez era más intenso hasta que, de repente, en una zona prácticamente limpia, tras unas retamas, me encontré de frente una “melé”, a unos diez metros, sin poder distinguir dónde estaba el guarro y dónde los perros. Me acordé entonces de haber leído que nunca se puede entrar a un agarre de frente e, inmediatamente giré a mi izquierda para entrarle por detrás. Sin saber porqué, de repente estaba en el aire, mis pies dejaron de tocar el suelo, pero seguí manteniendo el cuchillo en la mano derecha. Me acababa de “tragar” una valla ganadera y con el impulso que llevaba la salté dando una voltereta. Luego, recapitulando, me di cuenta de que probablemente éste era el motivo de que los perros hubieran alcanzado al guarro, que debió chocar igual que yo con dicha valla, otorgando a los perros unos preciosos segundos que, afortunadamente para mi macuto de recuerdos, supieron aprovechar.
Me levanté, como si diera volteretas así todos los días y me acerqué, inconscientemente, a la melé, sin valorar realmente lo que estaba haciendo. Vi entonces a los perros, rodeando a un guarro, de tamaño no muy grande. Vi que Cano se aproximaba con el resto de la rehala y empecé a gritarle: “Cano, Cano, déjame a mí, déjame a mí, que tengo muchas ganas, que es mío ¡¡¡¡”
Salté de nuevo la valla, había ocho ó diez perros pero sólo dos tenían cogido al guarro, uno de cada lado de la boca, de los belfos. El resto ladraban pero no agarraban. La visión duró un segundo pero pareció eterna, y, sin más, me eché encima del guarro, dejando atrás la pierna izquierda, por si había que recular hacia atrás, y le clavé el cuchillo en su costillar derecho. “ ¡ Rebotó, no se clavaba ¡, pensé que se iba a volver y que no tendría muchas más oportunidades. Cogí el cuchillo con las dos manos y esta vez sí se introdujo, como si estuviera cortando mantequilla, lo apreté fuerte, ya sólo con una mano, y seguí dando cuchilladas. En una de éstas, me retiré un poco y oí a Cano gritarme “ pero déjale…., que le agarren más perrillos … “ pero estaba tan encelado que no le hice caso, pensando que el guarro era mío y que ya no podía permitir que escapara.
El lance seguía, volví a clavarle el cuchillo y se lo movía, todavía dentro, con ambas manos. El guarro se movía, los perros seguían ladrando furiosamente, pero hay que reconocer que los dos perros – ya perrazos de por vida – que lo tenían sujeto por los mofletes no le soltaron en ningún momento. El resto no mordían, ni al guarro ni a mí, pues luego me contaron que éste es uno de los peligros entrando al agarre, que los perros se suelten y al verte tan cerca y no conocerte te tiren también a ti un mordisco.
Cano me grita de nuevo: “ ¡¡¡ Pero suéltale, que te va a coger…¡¡¡” De repente, el guarro se cae y ya sí, todos los perros se echan encima. Salgo de allí, me separo unos metros de una verdadera melé de perros y empiezo a resoplar como si me faltara el aire. Es increíble, es lo más excitante que me ha pasado nunca. Y grito, respiro muy hondo, bufo, una y otra vez, y me embarga una emoción indescriptible. Se acercan Pepe y Elena que lo han visto todo, me miran muy raro, como si estuvieran viendo un marciano, pero no les veo, me siento el hombre más feliz del mundo… y sigo bufando.
Cuando el guarro ya casi está inerte, se empiezan a separar los perros, y veo que, además del extraordinario lance que acabo de experimentar, descubro alborozado que el guarro tiene boca, ¡¡¡ Es macho ¡¡¡, le salen tres ó cuatro centímetros de sus navajas.
Poco a poco voy siendo consciente de lo que he hecho, pues me dicen que el guarro no estaba herido, que nadie le había disparado desde que lo levantaron de su encame los perros de Cano. Ha sido una inconsciencia, la verdad, pero ha salido bien y he disfrutado muchísimo. El guarro no es muy grande, de unos sesenta kilos, más bien pequeño para la boca que tiene. Es de los que llaman arochos, que no son grandes, pero con buena boca, y dicen que son los autóctonos, los que nunca se han cruzado con cerdos.
Al volver al puesto comprobé que el segundo venado tenía tres tiros, por lo que era de Pepe, al hacer él la primera sangre. Me alegré por él y estaba encantado de haber contribuido a cobrarlo, pues era un bonito trofeo. Todavía tuve tiempo de cobrar ese día otro venado y al día siguiente pude hacerme, asimismo, con otros dos ciervos. Fue un fin de semana excepcional, cinco venados, tomando uno “prestado” de Pepe, y un guarro a cuchillo. Imposible mejorarlo.
Desde entonces, y como si dicha experiencia me hubiera inoculado un virus, mis amigos me llaman el “mataguarros” y en cuanto disparo a un guarro y cae cerca del puesto dejo inmediatamente el rifle y, con el cuchillo en la mano, corro a ver si todavía se mueve y puedo rematarlo, si bien en las tres ó cuatro veces que lo he podido hacer desde aquel glorioso día nunca he estado acompañado de los perros, y no ha sido un agarre propiamente dicho. Es casi igual, pero no es lo mismo… Desde entonces, y gracias a estos maravillosos recuerdos, cuando dejo atrás la ciudad, con sus prisas, y me encamino de nuevo a Las Navas, sigo recordando este lance y deseando, con ilusión, experimentar de nuevo, gracias a la caza, sensaciones tan intensas, que te recuerdan que todavía estás muy vivo.
EL MATAGUARROS
Relato a concurso de Jose Luis Alonso