Suficientes de Luis Antonio Beauxia
Los cazadores habían conseguido apartar un rinoceronte de la manada. Ulán y Viges corrieron por la estepa, a la par de la bestia, uno por cada flanco. El primero disparó su taluma: el caratso penetró, limpiamente, en el oído del dinoceronte que lanzó un bramido estremecedor, pero continuó su carrera.
El cazador volvió a disparar; en esta ocasión, el caratso se perdió rebotando, inofensivamente, sobre las placas córneas que recubrían el cuello de la presunta presa.
De todas maneras, Ulán siguió corriendo para mantener ocupada la atención de la bestia; su taluma estaba descargada, ahora todo dependía de la puntería de su compañero, que aún no había disparado.
Viges concentró sus cinco sentidos en el momento supremo del disparo. El caratso emergió de la taluma y se introdujo, certero, en el otro oído del dinoceronte que se desplomó, estruendosamente, arando la estepa con su cuerno.
Ulán y Viges danzaron, enhiestas las colas, en torno al cuerpo aún palpitante.
– ¡Por supuesto! – se ufanó este último, golpeándose el pecho – Dos caratsos han sido suficientes.
– Tres – rectificó Ulán.
– Dos – insistió el otro, exhibiendo sus colmillos aguzados – Dos en el blanco, el tercero no cuenta.
Los demás cazadores ya habían llegado junto a ellos, el cantar de los cuchillos había comenzado. El Clan tendría alimento para varios días, los draugdûrs podrían hartarse con los despojos.
Cuando la partida regresó al campamento, con su carga de carne fresca, lo encontró en medio de una agitación desusada. Fue un joven el que se encargó de transmitir la noticia:
– Tu padre y otros fueron a merodear por el poblado de los Ántrox – informó a Viges – Los demás regresaron… tu padre cayó en una trampa y fue capturado.
Viges no respondió, prosiguió en silencio y se acuclilló junto al fuego del Consejo. Sus compañeros lo imitaron.
El ritual de compartir las primicias de la cacería se cumplió sin intercambiar palabras.
Ulán sintió que tironeaban las crines de su espalda: era el pequeño Wadí. Lo alejó de un manotazo, no se sentía con ánimo para juegos en aquel momento. Suspiró. ¿Qué extraña atracción ejercían los Ántrox sobre su Clan? ¿Por qué un Anciano, supuestamente sabio, como el padre de Viges, se había aventurado en aquella expedición sin sentido?
Los Ántrox habían llegado, en su montaña de fuego, cuando Ulán era apenas más grande que Wadí y, según podía recordar, no habían hecho otra cosa que ocasionar desgracias: siempre estaban intentando capturar algún cazador (para encerrarlo igual que a un animal), tenían rayos luminosos que causaban la muerte y una especie de agua que quemaba más que los manantiales ardientes de la estepa; pero lo peor de todo era la Agonía, esa afección que, en apariencia leve para los Ántrox, resultaba terriblemente mortal para el Clan de los cazadores. Todos los intentos de los Ancianos del Consejo habían sido inútiles: quien enfermaba moría, irremediablemente, en medio de atroces sufrimientos entre los que descollaba la sed de aire. Pese a todo esto, los cazadores no conseguían mantenerse alejados de los Ántrox.
Viges se puso de pie, tan callado como hasta entonces, y tomó una taluma cargada de la armería del Clan.
– ¿Dónde vas? – quiso saber Ulán.
– A buscar a mi padre.
– ¿Y los Ántrox?
Por toda respuesta, Viges agitó la taluma.
– ¿Sólo dos caratsos? – Ulán no podía creerlo.
– Serán suficientes.
Ni Viges ni su padre retornaron al campamento, pero los Ántrox solamente tuvieron dos nuevos cadáveres para continuar sus estudios; ningún cazador permanecería cautivo como un animal.
Ulán sintió, especialmente, la ausencia de su compañero en la siguiente cacería. Ninguno de sus caratsos llegó a herir al dinoceronte que logró escapar. Una partida desolada fue la que emprendió el regreso con las manos vacías.
Los lúgubres aullidos de los draugdûrs hambrientos hicieron estremecer la estepa. A su conjuro, Ayesha y Sombolene se elevaron en el firmamento. Los ojos de Ulán no se sentían atraídos, esa noche, por el magnífico espectáculo del doble plenilunio patusano; marchaba cabizbajo. Sólo salió de su ensimismamiento cuando las crines de la nuca se le erizaron; levantó la vista: el mismo joven de la vez anterior, igual a un ave de mal agüero, se erguía a la entrada del campamento.
Ulán no aguardó a recibir las malas nuevas.
– ¡Wadí! – llamó bien fuerte, internándose en la chamandra.
– ¡Gaga! – respondieron, casi inaudiblemente, desde un rincón.
La mirada de Ulán se posó sobre un pequeño montón agitado. No parecía mayor que aquel que Ahalda la amazona, montada sobre su cameleopardo, le había entregado apenas dos años atrás, diciendo:
– He aquí el fruto de tu semilla, Ulán.
– Mejor suerte para la próxima – le había augurado él, encogiéndose de
hombros y tomando el envoltorio con la criatura.
– ¡Wadí! – volvió a llamar.
– ¡Gaga!
El pequeño se arrastró, a duras penas, hacia él. Ese sudor, característico de las primeras etapas de la Agonía, perlaba el vello de su labio superior. Con dedos frágiles aferró el pelaje de las piernas paternas, pero las fuerzas no le alcanzaron para trepar según su costumbre. Ulán tuvo que ayudarlo a acurrucarse sobre su hombro izquierdo.
Sintiéndolo aletear contra su pecho, se encaminó a la armería tribal, retiró una taluma cargada y se adentró en la estepa.
Dos caratsos serían suficientes.
LUIS ANTONIO BEAUXIS
Relato de caza participante en el concurso organizado por Cazaworld. Toda la información del concurso en: Concurso de Relatos