Suerte

6 febrero, 2018 • Pluma invitada

Al más pintado se le va una pieza, a veces, sin aparente explicación y ese es uno de los atractivos de la caza. La incertidumbre, la imprevisibilidad, la reacción salvaje. Pero no nos engañemos, todos conocemos a cazadores que en igualdad de condiciones responderían de una forma muy dispar.

De las múltiples acepciones que podemos encontrar referidas a la palabra suerte, es la más común la que alude a un suceso favorable, generalmente de origen casual, en el que poco o nada podemos intervenir. Suerte es que te toque la Bonoloto, que una moneda caiga de canto o que te repartan as, tres y “las cuarenta”. Suerte también es la palabra comodín en las que algunos se apoyan para disimular cierta envidia por los aciertos, logros, trofeos, perchas y jornadas de otros, que según ellos, tienen un trato con el azar.

Cierto es que ninguna jornada de caza está exenta de una casuística, que por definición, es impredecible e incontrolable. No obstante, el depredador que llevamos dentro entrena unas habilidades que poco a poco se van puliendo fruto del error-acierto y que se ponen en práctica en cuanto pone un pie en el monte. Sabe de la querencia de los animales, de sus costumbres, de la finura de sus sentidos. Sabe del adelanto del tiro a la torcaz larga y del mirlo espantado que precede a la pieza. ¡Qué suerte tiene Fulano, siempre se trae una liebre! ¡Qué suerte tiene Mengano, siempre le entra algo al puesto!

Fulano y Mengano son esos que tienen la “suerte” de haber pateado cinco horas los barbechos como el mejor perdiguero y los que en el puesto, como una esfinge felina, se mueven menos que una piedra, otean cual azor y suenan tanto como el silencio. Ese predador que vive en ellos conjuga el binomio de constancia y habilidad y, por ello, cazan como lobo y atinan al blanco igual que el mismísimo Vassili Záitsev. Mientras tanto, esos otros que son más habilidosos con la lengua que con el oficio de Artemisa, continuarán despotricando porque Fulano y Mengano tienen una flor ahí dónde la comida sale transformada.

Al más pintado se le va una pieza, a veces, sin aparente explicación y ese es uno de los atractivos de la caza. La incertidumbre, la imprevisibilidad, la reacción salvaje. Pero no nos engañemos, todos conocemos a cazadores que en igualdad de condiciones responderían de una forma muy dispar.

En un país donde la envidia es deporte olímpico, resulta complicado reconocer y alabar las virtudes del vecino. Sale más barato achacar los contratiempos y vicisitudes a lo azaroso de las circunstancias.

Pasará el tiempo y los que, ‘por supuestísimo’, están aliados con la diosa Fortuna (faltaría más), desde la modestia del buen cazador continuarán siendo objeto de insanas ojerizas.

Jamás concebiré la caza como una competición, ya que la verdadera caza no lo es. Aquí, hablar de cantidad, de tamaño y abundancia sólo refleja ciertos complejos que afloran por el afán de ser más.

Como ya he dicho más veces, para mí prima el lance, el momento, el placer del campo y nada más. Pero que nadie pretenda hacerme comulgar con ruedas de molino: aquí la suerte, como la caza, hay que buscarla.

Alberto Serradilla Garzón


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