Sueños de verano
Viajemos. Dejemos atrás los abrigos, encendamos una estufa de imaginación o avivemos una lumbre de emociones. Hoy guardo el doble filo de la crítica para transportaros a otro mundo e intentar esbozaros una sonrisa en la cara. Un mundo no muy lejano, quizás a tan solo dos estaciones del nuestro, y que dura toda una vida de ensueño. Abróchense los cinturones para vivir el lance que todo amante de la cascabelera sueña.
El escenario: la Sierra de San Pedro. A sus cuarenta y muchos grados tiñendo de oro los campos, chupando la vida de las charcas y, por desgracia, haciendo selección natural. El protagonista, el portador de la pisada que reinaba la baña y las piedras, que guardaban tan preciado manjar. Muchas noches tras él y cuantiosos días descubriendo sus huellas, pero jamás acudió a la cita. La luna no menguó mis ilusiones pero llenó mis pensamientos, y como nueva, crecía para verme sentado a los pies de la encina.
Empezaba a bajar la temperatura al compás de un sol que daba la bienvenida a la noche. Caminaba entre crujidos de hojas marchitas, por un concierto de chicharras donde el campo clamaba agua, hasta que llegué al aguardo. El siete milímetros entre las piernas y la espalda apoyada en los surcos centenarios de la encina. Por delante, un valle inundado de jaras, coronado en sus visos por canchales, y el reino del protagonista de mi sueño. Mis espaldas y flancos cubiertos por la bellotera dehesa extremeña. Un campo pintado en lienzo, paleta de colores secos.
El crepúsculo avanzaba inexorablemente y la gran Catalina, que llenaba una vez más, se asomaba para ser testigo de la pasión de un joven aguardista. La luz tenue dio paso a la oscuridad y la sinfonía la componían ahora ranas, grillos y algún que otro búho. La marea de plata bañó el campo. Me encontraba enamorado por la situa… ¡crac! Una rama crujía desde lo alto del canchal, por mi derecha. Pendiente y dirigiendo los prismáticos hacia los claros del monte esperaba acontecimientos. El sonido no había sido imaginación mía, de eso estaba seguro. Los minutos se volvían horas. Un nuevo chasquido, esta vez más cerca, me desbocaba el corazón. Los pasos eran ya continuos; casi podía sentirlo bajar por esa vereda que tantas veces me vio cargado de comida. El aire firme y de cara, la dueña del firmamento alumbrándome el comedero y la baña, y el gran macareno a escasos pasos de vislumbrarse.
El guarro empezó a terciarse, a coger el aire y a tomarse su tiempo de meditación sobre lo seguro del lugar. Media hora en un sinvivir, aspirando el aire justo para la supervivencia por evitar el ruido. Cinco metros lo mantenían en las sombras y, paso a paso, salía de la mancha hasta que su portentosa cabeza aparecía por el regato. ¡Qué estampa! Noventa y muchos kilos andando cansinos hacia su sustento en los meses flacos. Arrastraba las manos a la par que movía balanceando su cabeza, seguramente por el peso de esta. Se paraba a la sombra de las carracas levantando su larga y sobretodo ancha trompa al viento, con las orejas de punta, desconfiado. Una respiración prolongada y hastía que retumbaba por el cauce del riachuelo.
Con los prismáticos, la imagen era única. ¡Cuántas veces te soñé y hoy a tus pies me rindo! Destellaba vida y sabiduría, con un cuerpo azabache curtido entre jaras, dejando un haz de pasión y magia. Cosido a la tierra se desparasitaba, escuchando. No podía reaccionar, el rifle seguía entre mis piernas y los prismáticos eran ya una extensión de mis ojos. Levitó hasta las piedras, que de trompazos sin esfuerzos rodaba, tapando con polvo las gotas de mi sudor al moverlas. Lentamente quité el seguro con la cruz en su paleta. Arma de doble filo ser cautivado por un animal, duelo de sentimientos debatiendo el futuro incierto. Aguanté la respiración y conté hasta tres. Uno, dos…
Banal acción la que después sucedió, pues mi lance acabó cuando en las piedras comió. La última parada del viaje llegó. El aguardista se forja soñando momentos, derritiéndose bajo la abrasadora estrella mientras carga con comida y bebida, preparando sus guaridas a conciencia de las situaciones… Al fin y al cabo, el aguardista quiere ver a su “rival” donde tantas veces lo soñó. Lo de apretar un gatillo, todos sabemos…
Ignacio Candela