Rececho tras los machos monteses: sangre, sudor y lágrimas (I)
Dedicado a la memoria de Jaime y de mi padre,
que sé de buena fe que estaban con nosotros.
Por suerte o por desgracia, fue un rececho atípico.
El viernes salimos rumbo a Mosqueruela, Teruel, sobre las 15 h.
Mi amigo Julio Bernardino (guía profesional), Alberto Díaz (gran cazador y mejor persona) y un servidor nos aventurábamos en la caza a rececho del gran macho montés.
Alberto buscaba un trofeo medalla de bronce (70-75 cm) que en el anterior viaje a Mosqueruela, por la climatología, no valoraron bien y cazaron un representativo a lo que Julio le correspondió con este nuevo viaje.
Julio B. es un cazador que hace que salir al campo resulte una experiencia única. Sus formas te llevan a una clase magistral de respeto por la naturaleza y el animal abatido. Sabe de campo, de monte, de buenas costumbres, de tradiciones y un largo etcétera que por supuesto me llevan a demostrar mi gran admiración hacia él. Y si esto fuera poco, además es un gran amigo.
Llegamos a Mosqueruela sobre las 19:30. El camino se nos hizo corto porque, como sabéis, en esto de la caza, si se juntan tres amigos cazadores a hablar en un coche durante mas de 4 horas, lo normal es que cada uno ya se haya quedado sin balas en varias monterías, haya colgado en su pared un par de machos monteses y media docena de corzos, haya viajado a África, Hungría y Kazajistán, haya marrado varios lances a cochinos y abatido el mejor de la temporada en un aguardo inolvidable y todavía les haya quedado tiempo para tomar un café en el km 103 de la A2 (risas).
Una vez allí, nos recibe la persona encargada de la gestión de precintos, a quien llamaremos Paco, y este nos dice que podemos aprovechar las 2 horas de luz que quedan para echar un vistazo a alguna de las zonas de querencia de los animales e intentar dar con algún animal que cumpla nuestros objetivos. En mi caso, el objetivo era un trofeo representativo (65-70 cm) que mis hermanos me habían regalado por mi cumpleaños.
Vimos algunos animales que supuestamente se pasaban de nuestras pretensiones. Así pues, nos fuimos al hostal rural que Julio se había encargado de reservar en un pueblo a escasos Km de Mosqueruela. Concretamente, en Puertomingalvo.
Allí nos recibe con gran hospitalidad el alcalde del pueblo, que es quién regenta el hostal y que a mí, personalmente, me pareció de lo más acogedor. Lo que busca uno cuando sale fuera de su casa… limpieza, tranquilidad y buena comida: allí sin duda lo encuentra. Dejamos las maletas y bajamos a cenar. En el menú, buena carne de caza, buen queso, buen vino y, además, barato. Un gin-tonic, un poco de charla y a dormir (a dormir quien pueda), que a las 5:30 sonará el despertador.
De nuevo en Mosqueruela amanece un día despejado, un buen día de caza nos espera o, al menos, eso es lo que uno siempre piensa mientras el suave y fresco viento te acaricia el rostro.
Allí esta Paco para presentarnos al que sería nuestro guarda acompañante este fin de semana, Diego. Conocedor de aquellos montes, y empleado del Ayuntamiento, colabora en la gestión del coto de forma altruista y sin ánimo de lucro; sí señores, sin cobrar por ello. Dicho esto, sobre la personalidad de Diego… de buena gente para arriba, todo lo que queráis.
Comenzamos el rececho. Ahora sí, la cacería ha comenzado y Diego nos acerca al cazadero que ocuparemos estos días. 60.000 hectáreas de terreno acotado es de lo que dispone Mosqueruela, de las cuales sólo 8.000 son aptas para ser recorridas por los cazadores debido a la complejidad del terreno.
Dejamos el coche en una cumbre para asomarnos a un barranco de supuesta querencia de los machos. Las primeras horas del día, entre las 6 y las 9 h, son las más provechosas, y luego ya las últimas, entre las 18 h y hasta el ocaso. Horario que varía en función de las condiciones climáticas y que, a pesar de lo que se pueda pensar, según nos explica Diego la cabra montesa allí no es de costumbres y querencias fijas y año tras año sorprenden con comportamientos distintos. Es decir, nunca se deja de aprender de este bello animal a pesar de que personas como Diego lleven más de 30 años recorriendo esos barrancos.
Entramos al borde del barranco, recorremos unos metros con tan mala suerte que mi pie izquierdo se engancha entre dos piedras justo antes de descender de un bancal, precipitándome hacia el otro bancal de piedra. Julio, que iba delante de mí, se gira rápido y me coge de un brazo. Justo antes de caer, el pie se desenganchó y esto favorece a que hubiera sido peor la caída. Consecuencia de este “mal paso”, mis pantalones favoritos se rompen por la rodilla. Todos preguntan si estoy bien, pero solo me preocupan mis pantalones Pasion Morena, que me acompañan en tantas jornadas (risas). Me he pegado un buen raspón y me escuece un poco; sangro por la rodilla.
No ha sido grave, pero el rifle ha salido algo magullado también. La bola del cerrojo, la campana del visor, la punta del cañón y la culata tienen un buen raspón a pesar de que, por instinto, nunca lo solté de la mano. Prueba de ello es que la mano izquierda también esta magullada.
La cosa no pasa a más pero Julio y sobre todo el guarda quedan algo preocupados por el rifle y por una posible desviación del visor. Julio comenta que es difícil que se vaya de tiro el visor y yo le digo que en realidad ha sido un “arrastrón” y no un golpe, por lo tanto yo estoy tranquilo. En cualquier caso y ante una posible desviación, Alberto ya me había ofrecido su rifle para que estuviera tranquilo. Continuamos el rececho…
Sobre las 9 h vemos un macho muy bonito y que se “ajusta” a lo que yo ando buscando. Un macho de unos 8 años se encuentra tumbado tranquilo al otro lado del barranco, a 580 m que mide Julio. Nos disponemos a hacerle una entrada. Alberto se queda en la parte de arriba con los prismáticos y el teléfono para indicarnos la posición del animal una vez entremos en el barranco.
Comenzamos a bajar. El terreno está impracticable y el aire revoca un poco. Intentamos buscar un claro para que nos vea Alberto y nos dice que vamos en buena dirección. El bicho está a unos 300 m. Está siendo muy duro poder avanzar, subidas y bajadas, y no encontramos posibilidad de ver a más de 10 metros. Entre tanto, recibimos la alerta de Alberto que nos dice que el animal se ha mosqueado, quizá por el ruido que vamos haciendo o incluso porque le hayamos dado el aire y ha emprendido una lenta marcha hacia nuestra izquierda, y por lo tanto alejándose de nosotros. No hay forma de seguir; el animal ha huido y abandonamos la entrada. En lugar de deshacer lo andado, Diego sugiere que terminemos de cruzar el barranco subiendo hasta coronar en una pista cercana. Y así lo hacemos. Más de una hora ha durado esta trepidante entrada y llegamos a la pista. Yo estaba exhausto. Pero de repente me giro hacia atrás y veo a Julio llorando sin consuelo, me quedo en shock y le pregunto sin hallar respuesta:
– Por favor, Julio, ¿qué te pasa?
Julio, derrumbado, me contesta como puede y me dice que ha recibido un mensaje de su mujer: uno de sus mejores amigos, Jaime, ha fallecido. Se hace un silencio aterrador y casi al instante le digo a Diego que vaya a recoger a Alberto, le cuente por encima lo sucedido y vengan con el coche a por nosotros. El rececho, por supuesto, había terminado.
En el rato que nos quedamos solos, Julio me dice que se va en un taxi y que sigamos cazando.
– Julio, ¿de verdad crees que vamos a seguir cazando sin ti? Nos vamos, esto es caza y podemos volver cuando queramos.
Julio insiste sin éxito, claro. Alberto llega con Diego y opina exactamente igual que yo. Nos vamos y punto. Diego incluso se ofrece a llevarle a Teruel para que nosotros sigamos cazando, pero no, la decisión está tomada.
A todo esto, Julio me pregunta si me importa conducir de noche, y yo le digo que no hay ningún problema. Y entonces propone que almorcemos en el campo, sigamos cazando por la tarde y salgamos de noche para Toledo. A pesar de la negativa de Alberto y mía, accedemos a su propuesta.
Julio ya está más tranquilo. Todo ha cambiado. El ambiente es extraño y sólo nos preocupa que él esté bien. Llegamos a una zona que Diego conoce, echamos un vistazo a unos barrancos y hacemos la parada para almorzar. Son aproximadamente las 11:30. Julio, como siempre, saca un suculento almuerzo con un queso que hablaba 5 idiomas por lo menos, vino Protos y unos chorizos de ciervo que, por unos instantes, nos hicieron olvidar semejante suceso.
Entonces, Julio propone que hagamos un tiro al blanco con mi rifle. ¡Vamos a quedarnos tranquilos con el visor! Y así hicimos. Diego saca de la pick up una caja grande de cartón con una diana dibujada. La lleva por si alguien, antes de cazar, desea poner a tiro su rifle. La coloca a 106 m y disparo. ¡Perfecto!
Alberto aprovecha y también realiza un disparo perfecto.
Por las horas que son ya no podemos seguir cazando y volvemos a nuestro hotel para intentar, sobre todo, descansar y así Julio puede realizar unas llamadas. Quedamos con Diego en que a las 17:30 volveremos al cazadero.
La tarde es fresca y los animales ya empiezan a moverse. El esfuerzo de Julio es sobrecogedor.
La cantidad de altibajos emocionales nos merman mental y físicamente. Cambiando de zonas una y otra vez, observando el monte, escudriñando cada barranco, cada mata, cada pedriza y nada, incluso una piara de jabalíes nos sorprende por debajo de nosotros.
Y cuando todo parece terminar, aparece un grupo de grandes machos. Esta vez Alberto tendrá su oportunidad, ahora o nunca, esta es la nuestra: ¡ahora vamos a terminar el duro trabajo!
Como en todos nuestros encuentros con ellos, los animales emprenden la huida antes de tiempo. Diego para el coche unos metros más adelante. Esta vez, el que se queda detrás soy yo.
Tratando de cortar la estampida de las monteses, caminan, casi corriendo, mis tres compañeros.
Se acercan a una valla de piedra que hace de balcón del barranco a la vez que de posible apoyo. Julio se asoma y ahí está… solo, un macho imponente ha quedado descolgado de la manada. Julio ordena agacharse y emocionado le pide a Alberto rapidez en el lance.
Alberto se asoma y como si de Billy the Kid se tratara, apoya su rifle y casi al instante efectúa un único disparo.
Estallan las emociones y yo, desde la distancia, puedo deducir el triunfo. Corro hacia ellos, Julio está llorando de nuevo, no es posible tantas emociones juntas. El trabajo está hecho.
Pues no, para Julio aún quedan fuerzas y exclama que sólo hemos hecho medio trabajo, que aún queda luz y que debo tener mi oportunidad. Le abrazo.
– Julio, ya está. Hemos terminado, vámonos.
– No hemos terminado, Raúl. Me voy a por el macho con Alberto y vosotros bajad hacia la izquierda, que al tiro salieron más animales en esa dirección.
Diego y yo le hacemos caso, pero en realidad, lo que hacemos es pasear un poco esperando a que suban ellos.
La noche se echa encima. El macho cazado por Alberto es precioso. Un trofeo medalla de plata con un pequeño defecto en una punta, pero eso sólo son datos, números y puntuaciones que, como es lógico, no tienen importancia.
El protocolo sigue adelante. Llevamos el trofeo a Mosqueruela para que la Junta de Aragón, a través de su guarda forestal, valore, precinte y analice el animal cazado.
Completada la documentación, llega Paco, el gestor de precintos.
Tras la desgracia sufrida por Julio, le comentamos que ya volveremos el año que viene para que yo complete mi cacería y que nos vamos a Toledo. Y durante la siesta dejamos mi coche cargado según el plan que había trazado Julio. Y entonces, llega la sorpresa…
Raúl Blázquez