Raza de Ángel Vadillo
Jadeo. Jadeo y corro. Lo hago tan rápido como puedo. Lo hago con las prisas del que sabe que el premio aguarda y ese premio es el más ansiado que uno puede tener en su vida. El corazón late con fuerza, pero me siento incansable; con la fortaleza de quién, por un momento, se siente inmortal.
Cogiendo la trocha subo el repecho con el aire de cara. Las jaras golpean mi cuerpo. Siento en la piel el rocío de la mañana. Las encinas me impiden ver tan lejos como quisiera. Oigo gritos, ladridos, caracolas y bocinas. Sé que me siguen. Al coronar, en la cuerda, paro un segundo para mirar atrás. A lo largo veo una figura con gorra. Es “Rompetrochas”. Su verdadero nombre y su apellido han quedado en el olvido. Le miro y veo que se lleva la mano a la visera. Creo adivinar sus ojos grises, profundos, honestos. Los ojos del hombre curtido en el campo. Le miro y me imagino la sonrisa en la comisura de sus labios. De repente se lleva la mano a la boca y suena la caracola. Un grito sale de su pecho coreando mi nombre, sufragando mi aliento. No me entretengo más, con el ardor de su recuerdo me tiro monte abajo, hacia el reguero.
A media ladera comienzo a faldear como me enseño mi padre, nariz al viento. Curiosamente así nací yo, nariz al viento. Mi madre me dijo que no teníamos dos semanas cuando “Rompetrochas” nos separo de ella unos pocos metros y nos abandonó a nuestra suerte. Yo llegué el primero, saciando mi hambre con el blanco caldo de su cuerpo. El siguiente fue el “Bartolo”. Los demás llegaron más tarde. A los dos nos pusieron una pequeña cinta al cuello cambiando nuestras vidas para siempre.
Ahora, seis años después, el frio de noviembre me golpea la cara mientras “Bartolo” corre por mi derecha. Le veo con paso firme, nariz al suelo, rabo arriba, en hoz, con pequeños círculos de derecha a izquierda. Le miro y sé que está caliente cuando enfila hacia un cogollo de jaras arrancando de su encame cierva y gabata. Hipa. Hipa y corre. Siento la necesidad de correr, de cortarles la carrera por delante. No puedo. Mi nariz, junto al romero, el tomillo, la yerbabuena, la malva, y tantas y tantas plantas, flores y arbustos ya ha identificado el olor inconfundible del “macareno”. A por él vengo. A saldar cuentas.
Arreo nariz al suelo y enfilo hacia la cumbre, siguiendo la trocha. Lo pierdo. Me desoriento. Entonces recuerdo lo que me enseño mi padre, “Capitán”, el mejor perro de la rehala: “el guarro es muy listo: sabe que nosotros le seguimos, que no somos perros normales, sino especiales; finos de vientos y ligeros de pies. Es entonces cuando emplea todos los trucos que conoce para perdernos. Cuando esto ocurra, cierra los ojos y suelta la nariz. El campo te dirá por donde ha ido”.
Lo hago. Lo hago y rápidamente percibo algo raro, diferente: el olor de la tierra. Hace un momento era más seco. Ahora más húmedo. ¡Por aquí!. ¡Por aquí huye!. Aprieto el paso hasta bajar al caño. En el pequeño arroyo le vuelvo a perder. Salto. Corro el margen arriba y abajo, con la nariz alta, pegada a la jara, donde su resina ha podido dejar impregnado algún pelo que potencie el olor del fugitivo. En la carrera veo su aroma dibujado en mi mente. Me freno en seco y cojo la trocha ladera arriba, acelerando el paso. No dejo de oler, no dejo de oír, no dejo de ver. Siempre en guardia. A los pocos segundos, con el tufo en firme, lo siento delante de mí. Esta largo, pero lo siento rompiendo monte. Corro. Galope tendido, oído atento y vista larga. Cuesta arriba recorto distancia. Le veo coronar a cien metros. ¡Es mío!. ¡Es mío e hipo!. Hipo todo lo fuerte que puedo. Hipo para que me oiga “Rompetrochas”, para que me oigan el resto de perros, para que sepan que le tengo. Pero este no es el único motivo. También hipo por el viejo “catedrático”; para que sepa que llegué, que no me engañó, que su astucia, esta vez, de nada le sirvió, que más vale frenar y luchar que seguir huyendo, que jamás me perderá, que en la lucha que se avecina no me rendiré …… que ya estoy aquí.
Corono y con la altura le veo claro. Cuesta abajo le alcanzo. Su enorme cuerpo, pelo cano y trote pausado me dice que sea prudente. Puede ser él. El que busco. Le acoso. Para y se vuelve. Arremete contra mí, pero no me alcanza. Sus navajas no son malas. Cambia el rumbo buscando la espesura del valle. Sin dejar de hipar le voy cortando, parándole, haciendo tiempo para que la rehala llegue. Al fin, en el valle, frente a una enorme zarza, se detiene. Sus ojos, vivos como los de un ratón y negros como el azabache, no pierden detalle de mis movimientos. Bufa. Embiste. Se siente poderoso. Confiado en sus posibilidades.
Llega “Bartolo”. ¡No podía ser otro!. Giramos alrededor suyo. Hacemos pequeños ataques y soltamos. Con la jeta embiste a “Bartolo” contra la zarza, pero se levanta y sigue acosándole con más ímpetu, con más rabia. Intenta huir, pero no le damos tregua.
A mi espalda oigo el monte romperse al compás de los ladridos de parte de la rehala. Reconozco a “Cartucho” y a “Corsario”, de raza naveña, “amastinaos”, con tesón en la caza y ladrido constante. También distingo el hipido agudo de “Jara” y “Lolo”, de raza podenca, pero andaluza, de gran nariz pero poco cuerpo. Hay algunos más, pero no los distingo. Serán los nuevos. Lo que si tengo claro es que no siento ni a “Sultán” ni a “Marqués”, alanos puros españoles, los dos únicos que, en el agarre, son de fiar. Casi siempre llegan como fantasmas, en silencio. Si acaso con algún ladrido suelto con el que nos animan a persistir, con el que nos dicen que la lucha está próxima. Cuando alcanzan nuestra altura rompen el círculo como leones, arremeten sin mirar, golpeando con sonido seco su cuerpo contra el del cochino. Agarran y ya no sueltan. Solo lo harán muertos. Cuando esto ocurre hay que actuar rápido, arremeter contra el guarro sin compasión, ni piedad de tipo alguno. Hay que sujetar, morder, rajar, destripar y esperar. Si, esperar. Esperar a “Rompetrochas”, a quien, desde lejos, con sus voces, gritos y ánimos sentimos llegar. Y aguantamos. Lo hacemos en silencio, sin ladrar. Gruñendo y mordiendo. Cuando llega, cuchillo en mano, pone fin a todo clavando el acero en el costado del guarro.
Hoy parece que el final no será rápido. Parece que no va a haber tanta suerte. “Sultán” y “Marqués” no llegan y, aunque alguno de los que siento también suele morder, si atacamos, y suelta, podemos vernos en un serio apuro. Nosotros o “Rompetrochas”. Como aquel día, el año pasado, en el que, en una roca de los Montes de Toledo, se aculó un cochino. Ese día uno de los perros agarró la oreja con la intención de doblegar al marrano, pero éste arremetió con fuerza inusual, pinchándole con sus puñales. El pobre infeliz soltó de inmediato dejando a “Rompetrochas” cara a cara con la muerte. Alrededor solo estaba mi padre y dos perros nuevos de pequeña talla. El viejo “Capitán” intentaba llamar la atención del macareno, pero el fuego de sus ojos solo tenía un destinatario. Mi padre lo sabía y, aunque no era su cometido, no dudó y atacó como solo lo hacen los más fieles, los más valientes, … los de pura raza. Lo hizo sabiendo del peligro que corría “Rompetrochas”, lo hizo sabiendo que se jugaba su propia vida ….. y se lanzó. Agarró la oreja de aquel maravilloso jabalí y luchó con él con todas sus fuerzas. Le zarandearon, le acuchillaron, pero “Capitán”, mirando con un ojo al cochino y con el otro a “Rompetrochas”, no soltó. Nunca lo hizo.
El amo, consciente del apuro, levantando las patas de atrás del guarro, intentó quitarle fuerza esperando, entretanto, que la rehala llegara. Pero no llegaba, y la lucha concluyó con el viejo “Capitán” por los aires, el amo soltando y, afortunadamente, con el guarro cogiendo la senda sin mirar atrás.
Cuando “Rompetrochas”, tiznado de desesperación y empapado en sudor, se giró para socorrer a su viejo compañero le encontró completamente inmóvil. Fue al arrodillarse y acercarse a él cuando aprecio algo negro en su boca. La oreja de aquel macareno atestiguaba, sin posibilidad de prueba en contra, que “Capitán” cumplió. El amo se levantó con la pesadez de un anciano.
Aquel día “Rompetrochas” lloraba como un niño mientras me acariciaba y ponía el collar de mi padre alrededor de mi cuello. Me contó lo que había pasado y me prometió que juntos encontraríamos a ese cochino que sesgo la vida del mejor perro de su rehala. Desde entonces corro. Corro y lo hago tan rápido como puedo.
Y aquí estoy, parando a este guarro cuando, de repente, por mi derecha, como una sombra silenciosa y veloz, pasa “Sultán”, quién, con la inmediatez de un suspiro, arremete contra el cochino con tal fuerza que le hace tambalearse. ¡Ahora!. Todos los perros no echamos sobre el marrano asistiendo dentelladas tan rápidas como precisas. Nuestros afilados colmillos no dejan de funcionar. Hay que desgastarle hasta que llegue el amo.
El tiempo pasa y el amo no llega. Noto que las fuerzas del grupo empiezan a decaer. Algún perro nuevo suelta jadeando, lo que es aprovechado por el cochino para intentar moverse. Apretamos con más fuerza y conseguimos reducirle de nuevo. El que no flojea es “Sultán”.
El tiempo sigue pasando y el amo no aparece. El cochino, poco a poco, se va rehaciendo. Cada vez se mueve con más fuerza. Las patas empiezan a tensionarse, la respiración escasea, la boca se atenaza. ¡Mal asunto!. No creo que aguantemos mucho más. Otro perro suelta, pero, de inmediato, tras recobrar brevemente el aliento, vuelve a morder. El cochino cada vez nos zarandea con más fuerza. La situación se empieza a complicar cuando, a lo lejos, oímos la voz de “Rompetrochas”, dándonos ánimos. A su voz la rehala aprieta en bloque y el cochino se detiene. Le oigo llegar rompiendo monte, jadeando por el esfuerzo. Cuando nos alcanza no duda. Ve nuestro agotamiento. Oigo el broche del cuchillo, el acero saliendo de la funda. Entra al guarro por el costado. En ese momento “Sultán”, como una máquina perfectamente sincronizada, aprieta con tal fuerza que casi dobla la jeta del cochino hasta el suelo. El amo sabe que es el momento, por lo que, cogiendo al macareno por las cerdas del lomo con su mano izquierda, clava con la diestra, firmemente, el puñal en su codillo. La sangre tibia del “catedrático” corre por su muñeca, hasta el codo.
Se retira, pero todos sabemos que aun no podemos soltar. No podremos hacerlo hasta que entre nuestros dientes no sintamos los estertores de la muerte. Entonces, y solo entonces, soltamos. Todos menos “sultán”. A él siempre hay que darle más tiempo.
Al soltar nos tumbamos en el suelo y jadeamos. “Rompetrochas” va llamando a todos por su nombre. Uno a uno, sin prisa. Va dándoles un golpe en el costado y les da, en su mano, un poco de agua de su botella. Nos revisa concienzudamente. Poco a poco los perros van perdiéndose de nuevo en el monte. Sultán suelta y nos mira satisfecho.
Solo quedamos sultán y yo cuando me acerco al cochino para verlo de cerca. Sus defensas son considerables. El amo le da la vuelta revisando su cabeza y ambos tenemos un sentimiento de decepción. Se gira hacia mí y me llama. Me acerco y me acaricia mientras lamo su mano. “No es éste pirata, no es éste, pero le encontraremos”. Miro sus ojos grises y me parece apreciarlos humedecidos. De repente una ladra pone mis orejas tiesas. Giro la cabeza y miro al amo. “Corre Pirata, corre”. Soy de la raza de mi padre. Soy podenco, soy ibicenco, soy altivo, soy perro puntero de rehala española, y corro. Corro y jadeo mientras me siento inmortal.