Paseando por la caza de la mano de Playmocaza
Dani Gómez es un apasionado de la caza y de los clicks o muñecos Playmobil. Hace tiempo tuvo la idea de conjuntar ambas cosas para poder difundir los valores de la caza a través de montajes con muñecos que recrearan escenas de caza y campo. Así, realiza dioramas o montajes en los que se representan las modalidades y momentos de la caza menor y mayor. En esta entrega, aprovechando el mostrado en la última edición de Cinegética, hace un apasionado recorrido por la caza a través de algunos de sus valores. Una manera distinta y original de entender y difundir la caza para, entre otros, aquellos que la desconocen por completo.
Las migas ya están tostándose en la sartén al calor de la madera de encina que, cómo no, ayuda como ninguna otra a la fusión del gusto del ajo, el bacalao, los «torrreznitos» y el chorizo que previamente ya han sido cocinados, dando ese gusto tan bueno, tan casi mágico. Esta extrasensorialidad que pasa lo material no es ni más ni menos que la concepción de que ya no son solo un plato típico o una tradición más, sino una liturgia inconfundible que da comienzo a aquello que a tantos nos une y que nos evoca, siempre que las pensamos en nuestra cabeza, algo inconfundible y que no es otra cosa que nuestra gran pasión: la caza. Las migas son esperanzas que se vierten en compañía de amigos en pos de vislumbrar ese gran macareno que se nos resiste; son la alegría de divertirnos con chanzas sobre errores del pasado; son en definitiva nuestra reunión, nuestro comienzo de una jornada venatoria.
En muchos sitios, de hecho, a las juntas de caza que se realizan previas a una salida de caza se las llama, comúnmente, «las migas», lo que demuestra lo tan arraigadas que están entre los cazadores. Y es que la caza, si algo es, desde luego, es tradición, donde veteranos trasmiten a los más jóvenes estas prácticas y costumbres. Lo cierto es que, si bien las tradiciones más “ceremoniales” se cuidan y se trasmiten, no menos es lo que sucede por un lado con las también tradicionales formas de cazar, que transmitiendo ya por sí mismas unos valores enriquecedores no son los únicos, debido a que también son trasmitidos otros muy importantes que la caza fielmente representa, como son la gestión y conservación del medio que directamente se desprende de la actividad.
Sobre esto último, cazar se define por la R.A.E. como “buscar o perseguir aves, fieras y otras muchas clases de animales para cobrarlos o matarlos”. Si bien esto es algo simple, ya que cazar es mucho más como ya hemos visto en la parte de las migas, sí vale para afirmar que para cazar se requiere previamente que haya vida. Y la vida, para que se dé, requiere de un medio natural apto, pues evidentemente no toda la vida natural puede sobrevivir en todos los diferentes medios. Y esta aptitud para que sea lo más óptima posible termina inevitablemente en la tarea imprescindible de realizar conservación y gestión del medio.
Los cazadores saben esto, y por ello son los mayores interesados en que haya un medio natural en perfectas condiciones con el fin de tener un campo saludable, con unos animales igualmente saludables, que redunde en una gran riqueza natural. Para ello se apoyan en unos principios sólidos de amor a la naturaleza, convirtiéndose en su protector, vigilando que todo en el campo se desarrolle adecuadamente. Mediante esta observación se determinan las poblaciones existentes, dando de esta forma un conocimiento del entorno más adecuado, y pudiendo enfocar así la gestión necesaria cuando esta lo requiera, bien con cuidados veterinarios o alimenticios o incluso forestales. Siempre buscando un equilibrio adecuado en el entorno, llevando a cabo una manutención del censo poblacional correcto mediante la caza, pues un número inadecuado puede llevar a romper esta armonía sin la cual nada es posible. Para evitar que esto suceda, las autoridades medioambientales conceden unas licencias de caza y unas vedas para que los cazadores puedan llevar a cabo la gestión poblacional adecuada.
Un cazador es aquel que cumple esto, respetando además las normas que rigen la caza, como por ejemplo no tirando a hembras seguidas de crías o tampoco tirando a especies durante la veda o que no son cinegéticas. Toda esta gestión, que es conservación al mismo tiempo, es realizada por los cazadores y puede ser bien activa, simplemente por el amor que todos los cazadores tienen por el campo y el monte (y por ende, hacia sus habitantes) o por acción pasiva, pues de la gestión responsable no sólo se benefician cazadores y especies abatibles sino todo un medio. Sin ir más lejos, la manutención de perdices y conejos, que son especies cinegéticas importantes para los cazadores, ayuda a que otras especies, como pueden ser linces o rapaces, se puedan beneficiar … y por ende, el medio y todas las especies que se encuentran en él se ven beneficiadas en la cadena vital. En conclusión, toda una sociedad que puede disfrutar de la biodiversidad.
Ya se ha dicho que los cazadores son guardianes de una rica herencia que ha ido pasando de generación en generación, lo que ha llevado a conservar modalidades únicas de caza que crean vínculos entre uno mismo y el entorno. Como el que uno siente al oír un canto que cubre la sosegada calma de la mañana, llenándolo de un armonioso juego de fuerza y vigorosidad. Un canto que reta a todo aquel que lo escuche a que aquello que arroja la luz es reclamado por uno mismo. El canto se calma por un segundo, pero sólo es la calma que precede a la tempestad, el ojo del huracán que precede a un momento de paz, para volver con más fuerza y con más convencimiento. Y así transcurre el tiempo hasta que otro canto lejano salta amenazador, intransigente y rebelde. Comienza entonces la lucha, en la que uno y otro canto se prueban y se atraen hasta que uno queda enfrente de otro. Una batalla sin par. Un disfrute que va más allá de lo poético, donde la mima y la cría del cuquillero queda convertida en arte en el campo. Como arte es la lucha del cimbelero que no deja de mover a su compañero animal en pos de atraer y de engañar a la silvestre, que recelosa cuesta de entrar, pero según pasan los instantes, que parecen momentos cuando se viven haciendo lo que uno ama, la repetición del movimiento queda convertida en baile, en arte donde la seducción termina por convencer (y hacer entrar a la invitación) al más escéptico sin dudar.
Como termina entrando la acuática en el río en las tempraneras y débiles luces del amanecer, donde agazapado, estático, inmóvil y en la mayor de las simbiosis, aguarda el cazador en espera de que su ávido adversario de vista infinita se sienta confiado de entrar y de tener un fallo fatídico. Y es que la espera… la espera es algo que a los cazadores nos encanta sin importarnos la climatología o el éxito de la misma con tal de sentirnos unas horas participes del espectáculo natural. De intentar, en un mano a mano, enfrentarnos a nuestro rival en pos de ver quién puede más, de ver quién engaña a quién. Donde observar y saber querencias es tan vital como la vida misma. Y todo para después fallar y no saber hallar más respuesta que la de volver a empezar y volver a insistir. Hasta que una noche, con la luna por testigo, con la fragancia de las jaras y los enebros embriagándolo todo, con los croares lejanos de las ranas conjugando la armonía, y con la suave brisa de cara llenando nuestro ser de ilusiones, notamos un vibrar de las siembras, un paso a paso de lo más desconfiado. Un paso y una parada. Dos pasos y tres paradas. Avanzar y escuchar, y mucho desconfiar. Otro paso y tentar al aire, que sólo trae olores que vienen de atrás. Y otro paso. Alma que ya estaba en vilo, corazón desbocado en pos de salirse por la boca y renunciar al trabajo por exceso, nervio a flor de piel, se multiplica por mil cuando la luz de plata de la luna muestra saliendo del trigal un enorme macareno que cumple con todas las fantasías y elucubraciones posibles. Un portento, que una vez más, para y vuelve a desconfiar.
Y es que es difícil engañar a quien es desconfiado, y el rápido zorzal, desde luego lo es. De rama en rama va esta migratoria, saliendo siempre por el lado contrario, dejando a quien lo caza en más de una ocasión con las ganas de encararse. De nuevo, una vez más, el observador cazador, colocando un puesto en zona de paso de este animal costumbrista, pudo no sin fortuna cobrarlo. Y es que de la observación y de la experiencia el cazador aprende, y va tras su pieza con la esperanza de volvérsela a encontrar, de volverla a encarar y de volver a disfrutar. En el rececho, la batalla es de tú a tú; ver quién es capaz de llegar más lejos, más alto, quién en definitiva puede ir más allá de su límite, y siempre como enemigo común, el viento. La lucha es sin cuartel y, en los pedregosos y verticales, la cabra y el rebeco son animales de poco dudar, dueños de lo indómito… animales para admirar. No sólo horas sino días puede llevar solamente localizar a estos esquivos habitantes de lo abrupto, donde el cazador se siente pequeño ante la inmensidad, pero tan grande cuando logra su objetivo que en sus manos el mundo cree que está.
Pero qué tan equivocado pensamiento: si alguien es dueño de algo es la rapaz del propio cielo. Reinas del viento y de la gravedad, de giros imposibles y de picados mortales. Que oda cada vez que el cetrero la impulsa desde su brazo en alto en pos de la presa, a la que no dejará hasta que con un apretón de sus fuertes garras consiga apresar. Y qué orgullo el del cetrero cuando disfruta de su animal dándolo todo por cazar.
El orgullo y el amor por nuestros animales, en el caso de los cazadores, es infinito. Desde el momento en el que entran en nuestras vidas ya lo son todo para nosotros. Este amor que el cazador tiene por su perro no es de este mundo. Y cómo no amar a este fiel animal que nos acompaña en todo tipo de jornadas, donde es nuestro más servil, obediente y fiel compañero. También es amigo, pues con el compartimos nuestras alegrías y desazones. Sólo él entiende los nervios previos de una jornada cinegética; él tiembla solo con vernos con el traje de faena puesto e imaginándose a nosotros dos en el campo cazando. Pero amigo, qué cambio cuando sale del coche y se pone a trabajar en pos de las presas. Es un estímulo para la inteligencia y la vista. Ver al can sin descansar registrar cada palmo del terreno, sin cesar un segundo, guiado por un instinto ancestral. Y qué dicha contemplarlo cuando pasa del mayor de los bríos a la mayor de las quietudes. Verle convertido en el mejor de las estatuas, digno rival de las inmóviles rocas. El tiempo parece desaparecer; directamente, no existe. Nada más sucede. El cazador se encoge ante la digna estampa y se prepara para acabar lo que su perro ha iniciado. Él se lo ha preparado todo y espera la señal. Cuando llega, no vacila y levanta a la reina de nuestros campos, nuestra querida y amada patirroja, que en una exhalación exuberante y con un silbido fruto de su furtivo vuelo sale de su posición en busca de la libertad. O el conejo es el que sale de su encame en un veloz y rápido eslalon, lleno de regates y quiebros. O cuándo no es la reina de la velocidad la escurridiza y esquiva liebre. Sea cual sea la pieza, el perro va en pos de ella, y alegre y contento la entrega a su amo, el cual lo felicita porque sin él nada sería lo mismo.
Si en la menuda el perro es importante… en la montería es el eje central sobre el que ésta se sustenta. La rehala es su esencia, su todo, y sin ella nada sería lo que hoy es. Rehaleros y rehalas son los que marcan la diferencia en esta modalidad que hace que perdamos el sentido y en el mundo entero seamos envidiados. Donde el coraje de estos desafía toda razón. Donde su espíritu cazador los impulsa cual cohete. Y todo comienza precisamente con el sonido de las caracolas y las cornetas que alegran la mañana, que ponen a la sierra por testigo de la épica que va a acontecer. La suelta ha comenzado y los perros saltan de las furgonetas y, alentados por los rehaleros, se adentran en el monte en pos de su ser, de su índole. Los monteros ya colocados en las posturas esperan a que las reses comiencen a moverse, aceptando el envite de la lucha de su propia supervivencia.
El viejo navajero es el primero en moverse receloso al sentir que lo de hoy no es lo normal, que algo ha variado. Se mueve lento y desconfiado, su veteranía no es casualidad y demuestra que ésta es un grado. Mide cada movimiento y no deja de lanzar el hocico al viento. Algo no va bien, pero las caracolas y voces del otro extremo del monte le obligan a moverse. Un crujido casi inaudible levanta todas las sospechas del cazador que aguarda en su postura. El vello corporal se eriza y tiene vida propia. El pulso se revoluciona y el sudor escapa de su cuerpo. Algo está cerca. La tensión es densa y puede cortarse con un cuchillo. La espera es eterna por corta que ésta sea. Cuando por fin se decide a descubrirse el viejo guarro, el cazador reacciona rápidamente sacando de su más adentro y encarándose su veterano big bore a la cara mientras que otro cazador es testigo del lance, pues si algo caracteriza a un buen montero es el respeto por las carreras de otro semejante, no inmiscuyéndose más allá que para captar con su retina el acontecimiento.
Otros animales aguantan a la llegada de los perros, que los levantan de sus encames y los ponen en carrera. La ladra ha comenzado e inunda toda la hoya de una escandalera armoniosa que se funde en la desesperación por la persecución de la res levantada. El quebrar del monte, al paso imparable e indómito del venado, es un espectáculo. Nuevamente, el cazador que lo espera siente un vuelco a toda su existencia al sentir que dicha carrera va directa y sin frenos a su postura. Las carreras se producen por doquier en la montería, los perros hacen a la perfección su cometido, siempre bajo la guía y talento de los rehaleros. Los monteros, que siguen expectantes todo el desarrollo, van cazando desde sus puestos, siempre manteniendo el mayor de los respetos por las reses y respetando cupos y vedas, como por ejemplo, evitando tirar a guarras seguidas de rayones o a varetos u horquillones.
Y así son nuestros valores, y otros muchos que aquí no han sido mencionados, que son todos respetados y seguidos masivamente por un colectivo que se enfrenta al mayor reto que ha tenido nunca y que no viene de dentro, por muchos hábitos que se deban mejorar y cambiar; que tampoco viene de la propia naturaleza de la que somos aliados y compañeros sino del desconocimiento y de los ataques interesados de gente de fuera. Amigos, este es nuestro mundo, esta es nuestra vida, la pasión que llena de sentimientos nuestra alma. Es hora de defenderla y mostrar al mundo nuestros valores y buen hacer, que por mucho que se empeñen en negar están ahí; enseñar de lo que somos capaces y de por qué somos valedores para seguir estando. No pienses que no puedes hacer nada, siempre se puede ayudar, aunque sea mediante la muestra popular de playmobils como hace un servidor. Todo suma. No pienses qué puede hacer la caza por ti; piensa qué puedes hacer tú por la caza.
Dani Gómez
Playmocaza (Imágenes de la exposición realizada en Cinegética 2017)