Lo que el ojo no ve

Ese hormigueo que nos recorre la espalda cuando nuestro nombre suena en la mesa de un sorteo, sea previo a una montería de postín o a un gancho pequeño… Ese hormigueo, a todos nos ocurre, son décimas de segundo en las que nuestra mano va segura a un sobre o bien divaga. Los más cobardes envían al niño que tienen cerca y le dicen: “Tráeme tú suerte”.

Tengo la certeza de que justo en ese momento en el que sujetamos por primera vez nuestra postura en las manos ya nos estamos perdiendo la mitad de la montería. Nos toque en solana o en umbría, sea con vistas a un gran cortadero o una apretada traviesa, el lugar es lo de menos pues, aunque vibremos con la res que se aprieta, muchas veces tenemos la mala suerte de solo apreciar su belleza cuando ya la tenemos cumpliendo.

Mientras disfrutamos de las vistas, de la lectura de nuestra postura, el monte lleva tiempo cobrando vida: hace tiempo que el runrún de los furgones alertaron a las primeras ciervas; hace rato que, mientras los perreros se abrazan sus zahones, le cargó el aire a aquel venado de los llanos… Hasta que suena el primer clac del cerrojo de un camión. Con él te llegan los ladridos de los perros inquietos y ansiosos de monte, sigues pendiente a tu cortadero con ojo avizor y escuchando en la lejanía como este escuadrón empezó a cazar.

 

En ese momento en el que tenemos la suerte de meter en la cruz del visor a ese que nos regala su vida, o bien mirando el reloj de reojo escuchando a lo lejos cómo vibra el monte en otra dirección, el caso es que las horas pasan. Con suerte o sin ella, te ves de nuevo rodeado ante un plato caliente. Puede ser que con fortuna puedas narrar cómo te erizó la piel aquel guarro apretado, pero si ese día el monte no te ha regalo un instante, quizá, te sientas vacío… Los rehaleros nunca tienen esa sensación; el monte siempre premia su esfuerzo y su dedicación, el monte siempre les regala un momento que les deja sin aliento.

La naturaleza también tira de las orejas para que no nos acostumbremos a tanto premio, por eso, mientras el montero disfruta con un plato caliente, la faena de rehaleros y cargueros continúa: toca esperar al puntero que los dejó sin aliento gritando “¡vamos, valiente!”, toca la cura de aquel que se enzarzó en una pelea de igual a igual, toca acarrear las reses… toca apretar una mano contra otra y ver ponerse el sol en mitad de la suelta. Castigo o suerte, “por un placer, mil dolores” como diría aquel, en el fondo, mientras la noche los pilla cargando, en el fondo, queda la satisfacción de tener claro que los rehaleros tienen la suerte de poder apreciar aquello que el ojo del montero no puede ver.

AGRADECIMIENTOS: A Lucio Cambero ‒guía de las rehalas‒ e hijo, por su amigable disposición para la realización del reportaje fotográfico durante la montería. A todos los integrantes de las rehalas Josefo, Cachola, Caballero, J. A. Cáceres, Barril, Fidalgo, David, Agarre y Coi; y a los cargueros Diego, Alonso, Juan y Emilio, por facilitar en todo momento el trabajo fotográfico. Agradecimiento también para el propietario de la finca, al permitir realizar este documento gráfico para Cazaworld.

Texto de Ana B. Marmolejo (Oliendo a Lentisco y Jara)

Imágenes de Daniel Puerta Serrano