Jóvenes monteros

31 octubre, 2017 • Pluma invitada

Aun sin conocer lo que debe sentir un padre o una madre el primer día que saca a su hijo de caza, sí puedo hablar sobre lo que creía ver reflejado en la cara de mi padre. Éramos tres locos con la fiebre de la jara en las venas, tres tormentos a los que se nos clavaba una daga en el pecho cada vez que nos castigaban sin pisar el campo. La misma y más ardiente le quemaba a él al no poder disfrutar otra jornada cinegética con alguno de nosotros. El poeta Joan Manuel Serrat cantaba a menudo los hijos se nos parecen, así nos dan la primera satisfacción, y sobre esta canción quiero tratar la columna de esta semana.

Las almas vivas y alegres de los niños le dan un toque fetén a la caza. Generaciones tras generaciones, maravilla ver cazar tres de estas juntas en un mismo entorno. Que eso no se hace, que eso no se dice, que eso no se toca: regañinas que se llevaba la brisa en el puesto y enfados que arrebata el romper monte dejando sonrisas. En la modalidad que fuese, todo eran “reglas” importantísimas que no se podían eludir. Intentabas atesorarlas todas. No señales, minimiza el ruido, no enredes; en la caza, ver, oír y callar… cantinela que se repetía montería tras montería y que, con la emoción de ver la res, hablabas, lanzabas la mano acusándola y te inquietabas, echando por la borda lo aprendido. Entonces era cuando te miraba y, sabiendo que algún día el también fue niño, sonreía volviendo a recordarte las máximas del campo. En general, esas nuevas generaciones son las que dan vida a la caza, seguirán el legado de nuestros ancestros y serán los próximos amantes de la naturaleza.

Esos que se pasean con nuestros gestos. Parte agridulce esta y aquí quería centrarme. Los mismos que nos alegran las migas con sus ilusiones y preguntas alocadas son esponjas de aquellos que consideran sus héroes. Se pueden forjar monteros de la cabeza a los pies, que respeten el campo, conserven la caza y sepan valorar el trabajo de aquellos que dan sus piernas, y la vida de sus fieles compañeros, por vernos disfrutar. Pero cuidado con esta arma de doble filo, la de que adquieran todos los conocimientos, pues también criaremos cazadores de salón que se apropian de reses que no les pertenecen, y para los que su mejor arma es la palabra, con la misma que alardean de más medallas que los juegos olímpicos o de innumerables lances a incontables especies. Y es que un gesto tan sencillo como enseñarle de quién es cada pieza, ennoblece y curte a un futuro y gran montero. La ley de la caza mayor es clara: cuando se abate un animal entre dos puestos, se busca la sangre y se encuentra el tiro. Aquí tiene que entrar en juego el orgullo del padre, ser capaz de parar las “buenas intenciones” del otro montero y darle una lección a su hijo. Entre comillas por una sencilla razón, es una buena intención, pero una mala enseñanza. Tendrá que ver, y el joven asumir, si su disparo fue erróneo o acertó y quedarse con el animal cuando de verdad tenga la razón. Puede parecer una tontería, pero luego vienen los problemas. Llegan, estos, cuando al crecer sigan con esa intuición, creada por las malas doctrinas de ser infalibles, discutiendo entonces cada tiro que pegan. El montero de verdad se criará al amparo de la razón de la caza, viendo cómo caballeros pisan el monte y lo miman.

Son el futuro. Hondean la bandera de querer parecerse a quién les enseñó y es deber de este dejar las fechorías —si es que las practica— para las espaldas del niño. Dios quiera que estas palabras sirvan para poner fin a la cría de furtivos o malos monteros; que no aprendan a disparar desde el coche a lo ajeno y que no crezcan pisando terrenos sin consentimiento del dueño. Tengo la creencia de que el zorro cambia de pelo aunque no de mañana, por eso espero que si algún “cazador” de malas costumbres lee este escrito, recapacite e intente ocultárselas para que de verdad el joven vea lo bonito de la caza; que los monteros velen por los infantes y, con intención de adoctrinar, les lleven a crecer como monteros de buenas maneras. Ante todo y sin querer que se me olvide, añadiré: poder cazar con niños, aunque perdamos caza por lo inquietos que son, resulta una maravilla. Esos locos bajitos de mirada ilusionada…

Ignacio Candela


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