Fábula de la cotorra y el asesino

14 julio, 2017 • Opinión

Como en otros declives inexorables, la humanización de los animales comenzó hace años en medio de carcajadas, porque no podíamos tomarlo en serio.

Hace unos días, una señora a mi lado amonestaba seriamente a su perrito: “¿Cuántas veces tengo que decirte que no me gusta que ladres?”. El perrito la miraba desconcertado y movía el rabo, pensando que quizá le caería algo de la mesa, algún trozo de pollo o de fiambre, pero la señora se volvía a hablar con las amigas hasta que, al poco, el perrito ladraba de nuevo y ella repetía la escena. Lo cogía en brazos y le hablaba seriamente sobre su mal comportamiento. ¿No me gusta que ladres? Tanto impacto me produjo que, al poco tiempo, me tropecé con un amigo que también paseaba con su mascota por la acera y, al comentarle la escena, me miró con cara de póquer, como si no entendiera nada. ¿Dónde está la novedad? ¿Qué es lo que te parece extraño?

Definitivamente, parece que el raro soy yo: se le puede pedir a un perro que sea educado y no ladre interrumpiendo una conversación de personas mayores de la misma forma que se le podrá pedir a un pez que deje de dar vueltas por la pecera y se quede quieto de una vez. Como en otros declives inexorables, la humanización de los animales comenzó hace años en medio de carcajadas, porque no podíamos tomarlo en serio, y ha acabado convirtiéndose en un problema mundial. Algún día se estudiará y el Sigmund Freud que haya de venir acabará pensando que la humanidad comenzó su declive virtual cuando Walt Disney hizo hablar a los animales en sus películas de animación y el ser humano acabó pensando que todo aquello era verdad; la única realidad.

El daño, ciertamente, ya es irreparable. Hay dos sociólogos de Estados Unidos, Arnold Arluke y Jack Levin, que hicieron un interesante experimento con más de 300 hombres y mujeres. A cada uno de ellos se le entregaron cuatro noticias similares que hablaban de maltrato y violencia. En un caso, el maltratado era un perro, en otro caso un bebé, luego un hombre adulto de unos 30 años y finalmente un cachorro. Cuando las leían, tenían que clasificarlas de mayor a menor, según el impacto emocional que les hubiera producido. ¿Que quién quedó el último? Efectivamente, la inmensa mayoría dijo que lo que más pena le producía era el maltrato al bebé, seguido del cachorro, luego el perro y, por último, el hombre adulto. A partir de ese experimento, ya podemos explicarnos muchos de los comportamientos y las reacciones del personal ante las noticias: la imagen de un gatito desnutrido siempre será más viral que la de un hombre desnutrido. Porque una vez que a los animales se les ha dotado de personalidad humana, ya no existen diferencias para sentimientos como la ternura, la compasión o la tristeza: hombre y animal son lo mismo.

Esa es la explicación sociológica, además, de que cada vez haya más grupos animalistas, con más adeptos, y de que la muerte de un animal haya comenzado a considerarse, con absoluta normalidad, como un asesinato. Sin entrar en las barbaridades que dicen los antitaurinos, podemos fijarnos en un hecho de esta misma semana en Sevilla: la controversia política sobre la plaga de cotorras que se extiende cada vez más por la ciudad. Después de meses y meses de debate, informes y contrainformes, el alcalde de la capital andaluza, el socialista Juan Espadas, decidió contratar los servicios de una empresa especializada en erradicar aves de este tipo con el uso de carabinas de aire comprimido.

Otros métodos de captura no habían funcionado, con lo que, ante el avance arrollador de la cotorras en el principal pulmón verde de la ciudad, el Parque de María Luisa, el riesgo para otras especies autóctonas y el odioso malestar que provocan con sus chillidos, solo quedaba una alternativa: dispararles. La Junta de Andalucía, como autoridad competente, tuvo también que pronunciarse y acabó concluyendo que era necesario el exterminio “teniendo en consideración que el uso de la carabina es el método más eficaz para lograr una disminución de individuos hasta en un 99%”.

Obviamente, saltó la polémica. Diversos grupos animalistas y los concejales de Participa Sevilla, el equivalente municipal de Podemos en el ayuntamiento hispalense, amenazaron al alcalde con denunciarlo. En las redes sociales se iniciaron campañas de recogida de firmas y no era raro encontrar entre los comentarios a algunas de estas noticias calificaciones de ‘asesinato’ de cotorras. “¡Liberación animal ya!”, enfatizaban. En alguno de esos comentarios, se leían barbaridades del tipo de que “el verdadero enemigo de una ciudad o de cualquier lugar donde haya una alta concentración de humanos, es su propio creador: el hombre”. ¿Tendrían, en consecuencia, que irse los humanos de las ciudades para no molestar a las cotorras?

En fin… Que lo que ha ocurrido es que cuando todo estaba ya dispuesto, el alcalde ha cedido a las presiones y ha decidido suspender la contratación de la empresa que iba a matar a las cotorras. Los grupos animalistas que estaban en contra del uso de carabinas se han puesto a aplaudir y los concejales de Participa Sevilla han instado ahora al alcalde socialista a buscar “métodos más éticos”, como el control de la reproducción mediante piensos esterilizantes.

La plaga de cotorras es un problema grave en Sevilla, en Madrid y en media Europa, y lo extraordinario es que, con independencia del daño que puedan causar al medio ambiente autóctono de cada ciudad a la que llegan, están poniendo de relieve la insoportable levedad de esta sociedad que ha interiorizado que el mundo animal es aquel que, cuando eran niños, salía en las películas de Disney. Habría que llamar a la señora del perrito para que hable con las cotorras y les explique que no deben hacer tanto ruido, ni ocupar los nidos de otros animales, ni destrozar cosechas. ¿Cuántas veces tengo que decirte que no me gusta que lo hagas, cotorra? Una ideología de peluche invade el mundo, mucho antes que las cotorras. Si hay una moraleja para esta fábula, sería esa.

Javier Caraballo

Publicado en elconfidencial.com


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