“Eppur si muove”
Le pregunté sobre qué era más ético: consumir la carne de un animal estabulado, engordado y hormonado desde su nacimiento o la de uno que nace libre. Su respuesta fue: «es que esos animales están acostumbrados desde que nacen a las jaulas».
Días atrás tuve la oportunidad de ser testigo y partícipe de un fenómeno que, aunque totalmente ordinario, no deja de sorprenderme: la pasmosa necedad del ignorante.
Dios me libre de hacer un juicio de valor, ni de intentar que se me tome por un estandarte de la verdad absoluta, pues no hay cosa más enriquecedora que una educada discusión en la que se intercambian distintos puntos de vista. Yo personalmente, disfruto con ellas.
Al igual que en la política, en el transcurso normal en un debate, uno expone y el otro escucha. Jamás se debería intentar imponer la visión de un aspecto pues es ahí cuando coartamos la libertad del otro. Ese tipo de ideas que son el fundamento de los totalitarismos y las dictaduras, es lo que un animalista desconectado del mundo rural, tiene por bandera.
Surgió la controversia en el devenir de una conversación normal en un momento cualquiera. No soy amigo de dar tres cuartos al pregonero de lo que hago en mi tiempo libre, pero la casualidad quiso que mi comentario llegase a un tercero y se enterase así, de mi pasión por la caza. Yo no conocía su parecer respecto a este tema, pero en menos de dos frases ya sabía por dónde iban los tiros. Como era de esperar no tardó en hacer referencia a la inmisericorde crueldad del cazador, en cómo matamos por diversión a los pobres «animalitos» que tan solo suponen un blanco móvil al que acertar. Iluso de mí a estas alturas, creí que podría abrirle las miras ligeramente para que pudiera simplemente respetar, ya no compartir, la actividad cinegética.
A trompicones, intentaba meter baza en una conversación que no lo era y como buenamente pude expuse algunos aspectos tan objetivos como reales. Esta persona, consumidora de carne de la que venden en los supermercados, se chupa los dedos con un pollo o un buen filete de ternera. Ni que decir tiene que, si le pones delante una bandeja de ibéricos, no queda ni la bandeja. Al reconocerme su consumo sin escrúpulos, le planteé la moralidad del origen de esa carne comparada con la de un animal cazado.
Le pregunté sobre qué era más ético: consumir la carne de un animal estabulado, engordado y hormonado desde su nacimiento o la de uno que nace libre, come libre, se reproduce libre y es en definitiva libre, hasta el momento de su muerte. Su respuesta me hizo ver que esta labor sería tan fructífera como intentar mellar el hierro con un martillo de plastilina. Dijo: «es que esos animales están acostumbrados desde que nacen a las jaulas». Señoras y señores con ustedes: un zoquete. Quiso ir más allá y comentó que en breve, dejaría el consumo de carne por parecerle cruel en todas sus variantes.
Le animé a que tentase con su desafortunada lengua esas prominencias que tenemos en la dentadura. La existencia de los colmillos no es un vestigio de los ex carnívoros. Esta cualidad anatómica, así como la disposición frontal de nuestros ojos o la imposibilidad de obtener la cianocobalamina (vitamina b 12) fuera de los animales, son otras de las muchas muestras de la condición de predador del ser humano.
A estas alturas estaba tan visiblemente nerviosa que tras la argumentación aportada por ambas partes (es evidente que una de ellas cojeaba claramente) no quería continuar con el debate cerrando la ya acalorada disputa con un: «da igual lo que digas, no me vas a convencer». Y sabe Dios perfectamente que esa no era ni mucho menos mi intención, pero ella solita se metió en un berenjenal del que no sabía cómo salir.
Se le ocurrió también hacer analogía de cazador y furtivo y para qué queremos más. Ahí ya me percaté de que mezclaba los conceptos de moralidad con legalidad y que era más fácil enseñar a un mono tití a hacer la declaración de la renta.
Todo esto tras “hablar” sobre el control de predadores, el evidente reporte económico de la actividad venatoria y uno de los mayores benefactores del medio natural como Félix Rodríguez de la Fuente, sobre el cual desconocía su condición de cazador y que, al saberlo, quedó pasmada. Su pobre cabeza no quería reconocer que la caza no sólo no era tan mala si no que era beneficiosa para la naturaleza y ante tal cortocircuito neuronal, su respuesta fue abandonar la estancia entre refunfuños ininteligibles.
Desconocen la dinámica poblacional de los animales, entre otras, la superpoblación de predadores oportunistas, las enfermedades que diezman a la caza, el hábitat de ésta y no tienen ni un mísero conocimiento sobre etología. Pero eso sí, se permiten criticar un mundo que extrañan, en el cual no viven y atajar una conversación con enarbolada actitud beligerante para así intentar disimular su ignorancia.
Para lidiar con esta gente es necesario hacer gala de una paciencia y educación desmesuradas, pues su «mononeurona» no les permite flexibilizar su seso y abrirse a nuevos pareceres. Este es el pan nuestro de cada día. El necio dicta, impone su verdad. El sabio escucha, compara y libremente escoge. Si alguien quisiera aventurarse en la ardua labor de querer ablandar semejantes molleras sembraría en tierra muerta.
Ante el tribunal inquisidor de estos ignorantes, es mejor hacer como Galileo para no ser tachados de herejes, ahorrar saliva, no pretender convencer de nada y decir hacia dentro: «Eppur si muove» (Y sin embargo, se mueve) .
Alberto Serradilla Garzón