El mejor otoño

11 noviembre, 2016 • Pluma invitada

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Hace la friolera de treinta y un años… ¡Por Cristo Jesús, si parece que fue ayer! Al cabo, los que ya costaneamos cerca del raspil de la vida alimentamos nuestros sueños con remembranzas doradas de aquellos años, en los cuales la caza se nos mostró como placer inefable.

Por el título ya lo saben: aquel otoño del año 72. En un pueblito de… qué más da. Podría ser cualquier pueblo extremeño, aragonés, andaluz… o castellano. Una villa de no más de mil habitantes, su par de calles largas, las callejas y callejuelas, dos ermitas, el altozano de la iglesia, el ejido, las huertas en torno y el monte de llanos, riberos, cárcavas o aledaños de alguna sierra.

Pónganle las circunstancias orográficas que gusten, que no viene al caso.

¿Cómo? Cazando al salto. “Ishe-phanim”: tierra de conejos. Después de algunos lustros de penuria, la madre naturaleza había propiciado que buena parte del término municipal, de suelo granítico con exuberancia de formaciones rocosas, se poblara de una ingente cantidad de gazapos.

De aquella bonanza de antaño no quedan hoy sino parvas escurrajas, triste desolación y mustios collados.  Esa es otra historia.

Menos un servidor, condenado de por vida a cazar sin perro, o con los ajenos, los demás componentes de la cuadrilla disponían de ese elemento fundamental en la caza al salto. Veremos qué canes fueron aquellos.

¿Quiénes? Permítanme que empiece por el final. Yo tendría que ser el último y, con la venia, me pondré al frente para luego presentarles a los que compartieron conmigo aquel otoño inolvidable.

Recién acabados los estudios universitarios, y antes de buscar dónde ganarme el matalotaje, tendría que cumplir con la patria y marcar el caqui durante año y medio. Tenía que incorporarme a finales de enero del año 74. Otoño rural por delante y una perspectiva cinegética de no perder ni un solo jueves o domingo de la temporada.

Vivíamos, en la casa paterna, mi reverenda madre y yo, pues mis hermanos mayores hacía ya años que poblaban las urbes. Días, semanas, meses de silencio, lecturas y meditaciones,  interrumpidos únicamente por el fragor de la caza. Una delicia, una maravilla, el sueño de, por fin, tantos años de espera en los que, desde la urbe, envidiaba a los que podían disfrutar de los otoños con la escopeta al hombro.

Declinando septiembre, lo estudiantes que animaban el cotarro en el pueblito habían ido marchándose hacia sus lugares de estudio y a mí no me quedó más entretenimiento que algunos barzoneos campestres, las horas de lectura al amor de brasero de picón y la compañía de los que a continuación les presento:

Mi tío carnal Felipe Muñoz, del que ya he comentado alguna vez  su semblante venatorio  y el ineludible magisterio que ejerció sobre mis afanes cinegéticos. Era dueño de una finca de almendros, en el mismo cazadero al que acudíamos, un paraje deleitoso para los sentidos y para los aires épicos de la caza. Había (hay), en un altozano, una casa antigua que casi siempre nos sirvió de techo en aquellas jornadas caceras tan pasadas por agua.

Para mi tío cazaba, si es que cazaba, “Pagiarullo”, un podenco canela de orejas enveladas, que era capaz de lo mejor y de lo peor. Si salía con el día bueno, no se cansaba de darnos conejos entalliscados, y de coger alguno por su cuenta; pero si le daba el aire de no hacer nada, en cuanto salía del coche echaba a correr y si te he visto no me acuerdo.

Mi tío era un excelente tirador. Portaba una paralela del veinte y siempre lo recuerdo llevando en las manos aquella escopetilla y logrando tiros magníficos. No gastaba canana, sino una bolsa de cuero para los cartuchos, que colgaba de su hombro.

Pablo “Marea”, tabernero y antes zapatero remendón. Tenía una tabernita en la calle ancha, por donde la carretera atravesaba el pueblo y desde la cual se dominaba el ejido y las sierras del norte. Allí acudíamos cada día al anochecer, a matar las horas y a darle mil vueltas a aquella pasión  que nos zarandeaba el ánimo. “Marea” era absolutamente zurdo, pero, cosa curiosa, tiraba con la derecha. Seco, flaco, fumador empedernido y protagonista de despistes antológicos. Tiraba regular tirando a mal, y cuando fallaba, maldecía como un bucanero pero sin mala uva.

Mandaba Pablo en una perra pacha, de extraña raza, mil leches, pero una santa y una bendita. La “Alegría” cazaba despacio, pero tenía un excelente olfato y no había conejo a dos metros al que no le hiciera la muestra. Era muy vieja y aquel año ya dio alarmantes indicios de sordera y de pérdida de visión, aún así fueron incontables los servicios prestados por la paciente y buena “Alegría”.

Ángel G. “Arabita”, peón de albañil, mozo de fragua y  de natural bondadoso, dispuesto  ayudar al prójimo en lo que fuese. Tiraba fatal, el pobre Ángel. Cuarentón y solterón, de habla imposible, algo tartaja, de risa fácil y de una bonhomía absoluta. Nunca un mal gesto, nunca una mala cara y si fallaba el conejo, (que lo fallaba), bueno, pues seguro que el próximo no se le iba (y sí se le iba).

La “Paqui” era una podenca que valía un imperio, de color canela claro y de olfato portentoso. Movía el rabo enhiesto vertiginosamente y cuando lo detenía era que tenía el conejo localizado. Cuando Ángel le chascaba la lengua, se lanzaba a por el gazapo, salía éste y después de los dos tiros de Ángel, la perra se quedaba mirándole, la pobre, como diciendo. ¿Otra vez, Ángel? ¡Qué paciencia la suya!

En octubre, los días menguaban, la noche entraba a media tarde y por las calles desiertas, apenas algún apresurado transeúnte esquivaba las aguas de los canalones. Dulce latido el de la mortecina vida rural, tan en el extremo opuesto del tráfago urbano, que desquicia los sentidos y eriza las percepciones.

A las siete y media u ocho, ya de noche, acudíamos a la tabernita de Pablo y tomábamos asiento en torno a una mesa camilla con faldillas y brasero. Siete u ocho parroquianos matábamos allí un par de horas, además de los cuatro gatos que pasaban,  tomaban un chato y seguían su senda.

La conversación siempre en torno a la caza. Cartuchos, munición del seis, o del siete, los perros, aquel conejo del otro día, el del zarzal, el Arroyo del Infierno, los vivares del Joche de la Ceranda, los de Pedro Valencia, los de…¡tantos sitios, tantos nombres!

En el televisor de Pablo, allá en lo alto, en una esquina del mostrador, los locutores de los telediarios se esforzaban por ponernos al día de los eventos patrios ¡Buenas ganas! Alguna vez atendíamos a ver qué pasaba en el mundo, pero ¡qué mundo ni qué ocho cuartos! La vida era la caza.

Así fue transcurriendo la mejor época cinegética de mi vida. Tal vez otros años y otros sitios hayan llenado mi memoria de lances memorables y de jornadas inolvidables, pero no con el cariz aquel de estar aislado del mundanal ruido y dedicado en alma y cuerpo a la soledad de los días grises en el silencio mórbido del pueblo, y a los avatares de las jornadas de caza en compañía de aquellos tres amigos entrañables.

El lunes a contar las desventuras o gozos del domingo, el martes  desesperación, el miércoles a preparar la jornada del jueves, el jueves por la mañana temprano, noche cerrada, en la esquina de la calle Garrido y la Carretera…¡A cazar se ha dicho hasta que menguara la luz del día!, el viernes más peripecias a contar y el sábado que adónde iremos mañana.

Mi tío tenía un Renault 6 azul y Pablo un “cuatro latas” blanco. Al principio intentamos ir los cuatro con los tres perros más los pertrechos en el renault, pero el “Paggiarullo” se quería templar a las dos perras y se organizó una trifulca de espanto, de modo que acordamos llevar los dos coches. Pablo y Ángel con las perras en el cuatro latas y el tío y yo en el renault con el fiero “Paggiarullo”.

Tres kilómetros de carretera comarcal y otros tantos de carril nos llevaban al Coto de Viñas. Si madrugas Dios te ayuda. Salíamos de la villa con la noche a cuestas y llegábamos al altozano de la Casa de los Morales con la primera luz del alba.

Indefectiblemente, atacábamos la solana de Valdelaosa, desde los altos hasta la prominente Peña del Escobón, Pablo y Ángel en medio y el tío Felipe y yo en las puntas y algo más adelantados. Si no era la «Alegría» era la «Paqui» y, a cada dos por tres, corriendo a situarnos estratégicamente alrededor del encerradero del conejo. Si corría por donde estábamos el tío o yo, posiblemente caía dando volteretas (disculpen la inmodestia), pero si a Pablo se le iba, qué quieren que les diga de las hazañas del buen Ángel. Un jolgorio, una risa continua y un placer inextricable que la vida nos ha ido quitando poquito a poco.

Y llovía. No recuerdo lluvias intensas, ni aguaceros estrepitosos de los que te dejan como una sopa, pero sí la pertinaz llovizna, el agradable orballo, la lírica garúa que nos enviaba el Padre Río, antes de irse a la mar…que es el morir.

Cuando llegábamos a las soledades profundas de Pedro Valencia, y la tierra se había vuelto ya orilla de las aguas, teníamos dos opciones: o tornábamos Umbría de Valdelaosa arriba, atravesando las espesuras del Joche de la Ceranda o trazábamos la larga curva de Jara de Morales, hacia las alturas del Almendral y el Vivar de la Laureana. Tanto daba.

Por allí dejamos muchos tiros, mucha vida y muchos alientos que, tal vez, hayan dejado algo de hálito  nuestro en aquel paraje. Maldito tiempo inclemente, que todo lo borra.

Mediada la jornada, y después de darle a los zarzales en torno a la casa, nos recogíamos en el alcabor de la misma. Una buena lumbre, la ropa a secar y de nuevo la intendencia para solaz del cuerpo y sosiego del alma. Cuando las sombras corrían ya por el horizonte hacia nosotros, metíamos los pertrechos en los maletones, repartíamos los conejos y volvíamos a la villa.

Así octubre dorado, plomizo y lírico noviembre y  frío, nostálgico y entrañable diciembre.  ¡Treinta, cuarenta  años… que se dice pronto! Luego vino la mili, la ciudad, la vida, la dichosa transición, la madurez y el adiós a todo aquello que arropó el alma en aquellas circunstancias tan especiales. La mejor caza, aquellos hombres buenos… que ya no están para recordarlo conmigo. Uno tras otro me fueron diciendo adiós y me han dejado solo en estos días menguados de la trágica mojiganga, como dijo el señor del Valle-Inclán.

La caza es ya otra cosa, ellos no están y yo ¡ay! ya no soy el mismo. Pero aquel otoño…

Salvador Calvo Muñoz


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