Diario de una jornada de caza en Álava

14 noviembre, 2017 • Caza Menor

Los cazadores y el perro Lor / Igor Aizpuru

Horas sin pegar un tiro y respeto por la naturaleza: así pasa la mañana en un puesto de caza de palomas en el coto Montes Altos de Vitoria.

Al alba, la luz del coche descubre a dos hombres abrigados con gruesas chamarras de camuflaje y pantalones a juego. Con toscas botas, gorros y con las fundas de los rifles a las costillas gastan las hechuras de un par de soldados en plena misión. Pero la imagen belicosa se queda en eso. En pura fachada. Juan Carabias y Rafa González son cazadores. Y también dos tipos que aman profundamente la naturaleza. En plena temporada, EL CORREO les acompaña durante una mañana de caza de palomas en el coto Montes Altos de Vitoria.

Nada más detener el todoterreno, Lor, el spaniel bretón, salta frenético del transportín, tan ansioso que recuerda un poco a esos pobres galgos del canódromo que salen como una centella del cajón de salida, desbocados a por la liebre. Él, excitado, husmea con fruición cada palmo de tierra y sólo se detiene, como congelado, a la orden de Rafa, su dueño. «Es un cobrador nato», resuelve el orgulloso amo, mientras pasa la mano por el lomo del animal. «Y el amigo más fiel que puede tener un cazador», agrega mientras carga con las escopetas y las mochilas.

La entrada del senderito que lleva al puesto desde la pista forestal está cubierta con ramas y palos «para evitar a los curiosos». A estas horas, la escarcha hace crujir las briznas de hierba a cada pisada, los pies se quedan entumecidos y cada palabra sale de la boca acompañada por un vaho tan espeso que parece humo de habano. Por eso, nada más llegar Rafa coloca la cafetera en un camping gas instalado en un cobertizo donde no falta detalle. Pronto el café empieza a salir a borbotones y, a sorbitos reconfortantes, el cazador recuerda cómo empezó a acompañar al padre a los diez años, cómo no había que despertarle para salir a cazar porque él era el primero en saltar de la cama para entregarse a una afición que jamás abandonó, ni siquiera, en plena edad del pavo, cuando las tentaciones iban de trasnochar más que de pegarse el gran madrugón.

El cazador Rafa y su perro ‘Lor’ / Rafa Gutiérrez

Mientras, Juan sube las escopetas al puesto, formado por un tosco andamiaje, pintado de verde, habilitado y camuflado con tela y ramitas de pino, que allá arriba a uno le parece estar en una suerte de trinchera con vistas a la espesura del bosque. «Para ir a paloma es importante mimetizarse con el entorno, ellas pueden percibir un simple reflejo, un movimiento y pueden salir huyendo», observa, experto, el cazador.

El coto está formado por 29 puestos más o menos idénticos. El Montes Altos de Vitoria es propiedad del Ayuntamiento, está gestionado por la Federación alavesa y tiene como fin el acceso a la afición cinegética a cualquier aficionado, con independencia de su posición económica. Una jornada de caza de paloma sale por unos 15 euros. «Creo que la caza se ha prostituido con esas imágenes de monterías que organiza un señorito y que tiene a uno para que le lleve el arma, a otro para que le busque las piezas…» «¡Eso no es cazar!», se revuelve con vehemencia Carabias, evocando de forma inevitable escenas de películas como la berlanguiana ‘La escopeta nacional’.

Pasa una hora y los cazadores no han pegado un solo tiro.

«El 90% de las veces llegas de vacío a casa», apunta el cazador, como adivinando la decepción en el rostro del invitado. «Pero a mí, si no me llevo nada, aunque ni siquiera dispare, no me importa porque yo soy feliz con esa sensación de haber pasado un día en el monte, con el perro, llegando a casa reventado pero inmensamente feliz», apunta Rafa, mientras otea el horizonte donde un sol tímido apenas se atreve a mostrarse. Mientras, a los móviles no paran de llegar whatsapps con notas de voz que contienen promesas de avistamientos de «bolos», de «pelotas» de palomas en otros cotos de provincias cercanas. Los cazadores están conectados en distintos grupos de Irún, de Bizkaia, pero también del País Vasco francés.

Y van dos horas sin pegar un solo tiro.

En esas, uno empieza a entender que el asunto va de eso. De esperar. De observar. De aguzar los sentidos. De respirar hondo. De olvidar el aburrimiento y disfrutar de un entorno idílico, que pasaría por un frondoso bosque de coníferas de las Rocosas. De pronto, una bandada aparece allá a lo lejos, entre las estelas gaseosas que dejan los aviones a su paso. Son palomas, deben de serlo, vaya, porque lo dicen cazadores y ellos son capaces de distinguir, a cientos de metros, diferentes especies de aves (y a su vez, diferentes tipos dentro de la familia de las columbiformes) en lo que a cualquiera sólo le sugiere un confuso enjambre de diminutos puntitos en el horizonte. «Tienes que acostumbrar tu vista a lo que quieres ver», sentencia el cazador, en un tono de proverbio chino, así, como el señor Miyagi dirigiéndose a Daniel-san.

Desenfundar licencias

Las escopetas, dos Benelli Rafaello, de calibre 12, están apoyadas en una cuña de madera. Y los cartuchos de perdigones (marca Légia) están intactos en su caja. Lo único que desenfundan es una cartera atiborrada con carnets, la licencia de armas, la guía de la escopeta, la licencia del País Vasco y la federativa, el seguro en regla… para mostrar que ellos, desde luego, cumplen con la ley. «Esta es una de las aficiones más controladas que hay», evidencia Juan. «Y así tiene que ser», se apresura a añadir, consciente de que hay quien, los menos, no siguen las normas. ¿Furtivos? «¡Esos no son cazadores, son delincuentes! Para mí, furtivo y cazador son incompatibles», resuelve visiblemente molesto con la pregunta, que lleva, de forma inevitable, a hablar de la imagen que planea sobre el colectivo. Porque, no, no todos son como el Miguel Delibes de ‘Diario de un cazador’.

«La opinión pública tiene una visión deformada de este mundo. La gente nos llama asesinos, te insultan y hasta te rayan el coche porque sólo ven en la caza armas y matar y no, no es eso», reflexiona con amargura Juan. «Es naturaleza, es entender el entorno», añade Rafa, que habla de equilibrios de ecosistema y se muestra preocupado ante el problemón que supondrá la procesionaria si no nieva este invierno. «¡Jilgueros!, pero qué bonitos», exclama de pronto. Y el cazador tiende los prismáticos al invitado. Es evidente cómo disfruta mostrando su universo, interpretándole al urbanita lo que se despliega ante sus narices. «Este es un espectáculo que la gente ignora y que todo el mundo tendría que ver esto una vez en la vida», razona.

Mucho aire puro, muchos pío-pío lejanos…. pero van tres horas (y pico) sin pegar un solo tiro. Uf.

Y van dos horas sin pegar un solo tiro / Rafa Gutiérrez

Es entonces, sobre las once, cuando llega el momento de la recompensa. Vamos, el almuerzo. Queso, chorizo, salchichón, pan… ‘¡Pam! ¡Pam!’. El primer tiro de la mañana es sorpresivo, resuena en la boca del estómago y deja un pitidito que tardará minutos en desvanecerse. El cazador alcanza a una paloma que cae al vacío, dibujando una rara parábola en el cielo claro hasta dar con sus plumas en un punto indeterminado, mientras el resto de la bandada se dispersa, confusa, en distintas direcciones hasta reunirse y continuar su largo periplo hacia Extremadura.

Es el momento de Lor, el perro, que a lo largo de toda la mañana no ha hecho más que esperar, paciente, a los pies del puesto. La zona en la que el cazador cree que ha podido caer la pieza está cubierta de zarzas, de helechos espesos, de hojas resbaladizas. Pero el spaniel bretón no se amilana, azuzado por su dueño husmea en una búsqueda frenética, como si le fuera la vida en ello. No le importan las espinas, ni la humedad. Hasta el resuello, el buen perro busca y rebusca la pieza. Pero su búsqueda es infructuosa. Al fin y al cabo, era como buscar una aguja en un húmedo pajar. Pasan las horas y la mañana de caza termina sin una sola pieza. Y sin frustración. Ya lo decían al iniciar la mañana. «Lo importante no es cazar. Es estar cazando».

Jorge Barbó para elcorreo.com


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