De la caza, lo mejor
La caza, aquello que tanto hablar causa “por lo destructiva que es”, crea cosas maravillosas. Cientos de miles. Un tintero y hasta los cantos de las páginas de un libro inacabable necesitaríamos para poder escribir sobre todo lo bueno que nos proporciona. Desarrollaré de manera escueta lo que, para mí, es la obra maestra de la caza. Esa joya de la corona son las amistades que crea.
Quien tiene la suerte de cazar con su familia, como es mi caso, sabe lo que une esta pasión. Todo lo que te enseñó tu padre que, con una sonrisa,miraba cómo crecías siguiendo las pistas del campo y hoy es la luz que llena los corazones. Cómo leíste el campo ayudado por tus hermanos, que se convirtieron en tus mejores protectores y en torno a los que siempre girará tu vida, aunados por la magia de la sierra. Y por último, cómo conociste a personas maravillosas por tu camino, pasando a ser una familia al amparo de las jaras.
Necesito ser más preciso y, pidiendo perdón, barro para casa contándoles un caso especial. Una persona a la que, sin vínculo alguno, empecé a llamar “El Abuelo”.
Con tan solo cinco años, un Barbour que me cubría las rodillas, y unas katiuskas, lo conocí. Era una persona con una cara particular, de haber luchado por seguir adelante y con un gesto serio de desconfianza ante los reveses de una dura vida. Nuestros caminos se cruzaron con el paso de los años, realizando el mismo trabajo.
Los primeros días junto a él me valieron para darme cuenta de su grandeza. No sabía ni cómo me podían caber tantas cosas en la cabeza, pero guardaba bajo llave cada palabra suya. Me enfadaba conmigo mismo cuando las obviedades de sus lecciones las olvidaba ante un lance, errándolo. Dos conocidos que terminaron llamándose abuelo y nieto. Como un escudero, veía tornándosele blanca la melena y jamás me volvía a casa sabiendo lo mismo que cuando salía de ella. De la confianza a las bromas y los años volaban con miradas cómplices dentro y fuera del campo.La luna nos quemaba la piel en verano y las caracolas nos escucharon por la sierra. Juntos. Tantas anécdotas que contar y no me salen ni las palabras ahora. Como con todas las personas a las que quieres, no todo eran momentos de risas. Mutuamente nos hemos consolado y animado en momentos amargos, pero las cargas cuando se comparten pesan menos. Las mismas jaras que escucharon secretos y risas, también presenciaban cabreos monumentales por cabezones ambos dos. Eran jornadas intensas en las que la diferencia de edad quedaba en una cifra insignificante.
Cuántas anécdotas que recordamos continuamente. Cómo cerraba los ojos “para escuchar el campo” y no se enteraba de la cierva que pasaba quitándole el sombrero; cómo una bocanada de aire frío se agarró a su garganta y con una piara cerca vaciaba la mancha a golpe de tos, o cómo decía “vamos a echarnos un chiflis” en vez de un selfi.
Los años le han llevado a apartarse de la caza. Egoístamente y aunque sé que nada va a cambiar, me atormenta esa idea. Difícil imaginarme el campo sin una persona que lo llena. Seguirá disfrutando de las noches de verano junto a chavales, sintiéndose uno más y, por supuesto, poniendo unas sonrisas que eclipsan el cielo. Jamás me cansaré de ellas. En su día me dijo y me sigue repitiendo… “el día que me vaya, cada vez que te acuerdes de mí, tomate una copa de vino”. Así que me tocará comprar una bodega al mes, pero espero que dentro de muchísimos años.
Siento presumir de esta amistad. Lo único que quería escribiendo estas palabras es que el lector pensara. Que terminase de leer estas líneas y, en cinco minutos de reflexión, se le vinieran a la mente todas aquellas personas que en jornadas de caza conoció y ahora son parte de su vida. Porque seguro estoy que cada persona tiene un “abuelo” particular, o muchos. La caza tiene cosas fantásticas y entre macarenos, perdices, pólvora y plomo, se encuentran momentos y personas únicas. Me atropellaría en sentimientos y seguiría sin poder escribir lo que de verdad se siente con dichas amistades. Aprovechemos los momentos en el monte, vivamos exprimiendo las risas y nunca dejemos escapar a quien merece la pena.
Ignacio Candela