La Constancia en la caza, mi primer corzo de Eduardo Bros

28 agosto, 2013 • Miscelánea

Firmeza de ánimo o constancia,  es una cualidad que el ser humano debe poseer, como elemento calificador y cuantificador  de su  propia idiosincrasia. Es la   diferencia de la apatía y sobre este hecho diferenciador deben mostrarse signos inequívocos de una voluntad  determinante para quien la posea. También en el ejercicio cinegético, para el desarrollo de su actividad  es necesario  el mantenimiento constante y permanente de esta cualidad. Sin ella, al igual que cualquier otra vivencia, poco o nada se puede hacer.  Confiar a que la suerte sea un aliado es una presunción de hábitos negativos intranscendentes.foto relato

Para cualquier aficionado a la caza que se precie,  la satisfacción de haber trabajado adecuadamente en la intensidad que requiere este ejercicio, le han  de traer el convencimiento de haber hecho lo necesario y requerido para que el éxito y la recompensa del esfuerzo exhibido sean  el premio a tantas  ilusiones puestas.
Estos principios los he interpretado e incorporado a la formación de mi personalidad, en la medida de mis posibilidades, pues de quien he tenido la suerte de ser su alumno, con su ejemplo,  así me lo ha transmitido. La lección recibida de veteranos cazadores, constituyó uno de esos momentos especiales que enseñan cuales han de ser las coordenadas que  ayudan  a entender y comprender  la grandeza de un ejercicio, como es la venatoria. Fue uno de esos momentos que no he olvidado nunca, especialmente por la transcendencia que me supuso observar  la aptitud del grupo al que acompañaba, formado en su mayoría por personas que cumplían  edad, pasados los setenta años de su existencia y algunos venciendo esta década de sus vidas,  los cuales entendían  la concepción y la práctica de la caza con unos principios éticos muy aleccionadores.
Aquella jornada de caza, en que me iniciaba como primerizo, daba comienzo bajo  presagios de negros nubarrones anunciantes de una climatología muy adversa. Disponíamos de un permiso para la caza del corzo en batida, sobre terreno libre, y pronto la presencia de fuertes vientos, agua, granizo  se hicieron  patentes quedando instalados sobre nosotros de forma copiosa y pertinaz. Mi estancia en el “puesto” se había convertido, en lo que yo asimilaba,  como muy complicada.

Muchas horas sin noticias, la mañana y la parte de la tarde se hacían interminables y además aguantando estoicamente las fuertes turbas de agua y granizo que, con insistencia calaban mi ropa, haciéndome sentir  en mi cuerpo, un frío intenso insoportable  que me producía dudas sobre la conveniencia de seguir en aquella situación, dado lo avanzado del día y todas las connotaciones que giraban en torno al mismo.
Sobre aquel razonamiento había llegado,no sin antes haber observado que, a lo lejos, mis compañeros de batida, seguramente con un espíritu constructivo superior al mío; alejados de los desánimos que me embargaban, seguían impertérritos,  a pié firme y sin moverse, esperando el desenlace que pudiera sobrevenir. Esta visión de lo que acontecía  me hizo reflexionar y preguntarme si sería lo adecuado que yo, muchísimo más joven, aún no cumplidos los veinte, optara por lo fácil, es decir, abandonar la “espera”. No lo hice por “vergüenza torera” o falta de atrevimiento y el tener que escuchar posibles reproches a mi aptitud.

Allí nació, por lo que relataré a continuación,  toda  una seña de identidad: la creación de un principio  que me ha venido acompañando en estos ya largos años del ejercicio venatorio.
Decía que, dadas las circunstancias, no opté por abandonar mi sitio y, este hecho determinante por sí solo, resultó decisivo para los intereses generales de la batida y míos propios. Tanto es así que, al poco de estas meditaciones y con lo que del cielo las nubes vertían, con el añadido de la tembladera o tiritona de mi cuerpo, quise atisbar un rayo de esperanza que me fortaleciera y otorgase ánimos para seguir aguantando. Algo parecido a un “latido” de un perro creía haber oído, centrado en su seguimiento, pronto confirmé mis sospechas, cada vez se hacía más perceptible y nítido en mi dirección.

Centrado en lo que oía, las condiciones sufridas ya  no contaban, pasaban a un segundo plano, sin moverme, la vista girando en varias direcciones, pude ver, muy cerca de mí, la presencia de un altanero y elegante corzo, empeñado en conceder “esquina y puerta” a sus perseguidores, dado el ritmo veloz que imprimía a su huída. Un disparo del arma que usaba en aquel entonces (escopeta del calibre 20-70, pletina larga, marca E. Arizaga, fabricada en Placencia, regalo de mi querido padre, aún la tengo, sigue funcionando a satisfacción, bien ajustada, es para mí como una reliquia; en ocasiones la uso para la caza de la codorniz), me concedió la oportunidad de abatir mi primer corzo. Naturalizado su cráneo, luce como uno de mis trofeos más apreciados. La constancia, el amor propio, en esta oportunidad fueron decisivos.


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