Lances de media veda junto a la ermita de Santa Cecilia de Juan Rodríguez

30 agosto, 2013 • Miscelánea

El viejo macho madrugó. Hacia frío y pese a que había dormido bien, protegido por las aulagas que cubrían la ladera, aun sentía doloridos sus músculos  por el esfuerzo del largo viaje desde el sur. Al otro lado del pequeño valle la tenue luz de la amanecida recortaba la silueta de la ermita de Santa Cecilia, rodeada de campos aun verdes de trigo y cebada. La ermita, a cuyos pies había nacido, constituía una referencia inconfundible para su aterrizaje anual en las tierras feraces y húmedas donde veraneaba su familia desde hacia generaciones, incluso antes de que los santos monjes del monasterio iniciaran su construcción siglos ha.

Tranquilo, siempre bajo la protección de las aulagas,  hinchó su cuello e inició su canto milenario como la ermita, a la espera de la repuesta que más pronto que tarde habría de llegar, atento al  planear del milano, o a los raposos que olisqueaban el aire desde el borde del rebollar oscuro situado mas allá de la ermita.  Aun le quedaban  suficientes días para cumplir con sus obligaciones familiares,  mientras las mieses iban dorándose, hasta el tiempo de su duelo anual con Lira.

Los dos tenían casi la misma edad. Recordó su primer encuentro: la bretona, casi niña, brincaba despistada por los rastrojos de la ermita con sus orejas despeinadas, los ojos tristes y el hocico pecoso. Cuando le pisó obligándole a arrancar el vuelo entre sus patas, la perra se llevó un susto de muerte pero reaccionó rauda y corrió tras él, hasta que los agudos pinchos de las aulagas donde se refugió  la hicieron detenerse. -» ¡ Esta perra no vale, las vuela sin ponerlas!»-, comentó el de la escopeta,  que ni tiempo tuvo de echársela a la cara. Pero eso fue el primer año. Al siguiente le persiguió tenaz hasta el arroyo que separaba  las siembras de la ladera, donde buscó una mata alta para poder arrancar a su abrigo, fuera de tiro, siempre hacia las aulagas protectoras. Al año siguiente, Lira no perdonó, y aguantando estoicamente los pinchazos no paró hasta que le sacó del abrigo de las plantas espinosas, y sólo la dureza de la pendiente, que hizo llegar al amo jadeante a la postura, le salvó de la cazuela.

Este año era muy bueno. La abundancia de paja llevó a los labradores a descuidar su tradicional cicatería, dejando largas morenas de paja franjeando el rastrojo, que en el valle tenía casi cuarta y media de altura. Así que el veterano macho, que con los años se había hecho medio poeta, no reputó imprudente abandonar la cercanía de las aulagas, y cruzar el vallejo para contemplar abstraído la puesta del sol contra la silueta de la rocosa ermita, oculto entre dos morenas al abrigo de la brisa del atardecer.

Fue entonces cuando la vio, quieta como un poste, a unos quince metros. Detrás estaba el cazador con el hierro listo para el disparo. Parecía mas fuerte,  pero era la misma de siempre, con sus orejas despeinadas, su pecas inconfundibles y la mirada triste…en un ojo, porque el otro presentaba un tono lechoso, como de glaucoma, fruto de un malhadado accidente durante la invernada. El macho reaccionó rápido moviéndose a su izquierda, buscando la morena bajo el ángulo ciego del ojo blanquecino; pero la bretona, tuerta o no, avanzaba despacio hacia el escondite, ensimismada, como a cámara lenta. Así que se movió hacia ella por el túnel entre la morena y el rastrojo, sabedor de que el viento y la lógica jugaban a su favor, y sonrió al comprobar que Lira pasaba de largo buscándole. Breve alegría, pues la tuerta enseguida volvió sobre sus pasos, husmeó unos segundos su primer escondrijo y se fue aproximando de nuevo al macho que retrocedía, esta vez sin  táctica posible, hacia el extremo final de la morena que, ancha, le permitía  efectuar pequeños desplazamientos laterales de despiste. Fue un juego largo de ratón y gato desesperante para el impaciente cazador que, harto de tanto vaivén, exclamó:

-«¡Déjalo guapa, será un falso rastro, estuvo y ya no está!»-.

Y Lira, obediente, empezó a trotar hacia su amo, sin desviar el ojo sano del escondrijo de la morena. Bien sabía ella, pues el olor del macho le llegaba con una antigua e inconfundible familiaridad, que no era un falso rastro. Fue un rayo de sol  poniente quien lo traicionó estrellándose contra su pico brillante, provocando un reflejo, un chispazo casi imperceptible para otro ojo que no fuera el hipersensible sano de una perra tuerta. Y en cuanto vió a Lira girar y lanzarse sobre él, arrancó sin pensárselo. El ruido sorprendió al cazador que solo pudo efectuar un disparo lejano; pero el macho sintió un golpe fuerte en su hombro derecho y, paralizado, cortó su vuelo, y aterrizó rodando al borde del rebollar.

Sentía un dolor terrible que casi le nublaba la vista, aunque no lo suficiente como para no ver acercarse  como una flecha a la perra. Si no actuaba pronto estaba perdido y, casi por instinto, a tientas, se metió en  la primera mata de roble que encontró. Era pequeña pero lo suficientemente ancha como para frenar la carrera de Lira que tuvo que buscar el rastro mientras el agudo dolor daba  lentamente paso a un escozor molesto pero que le ya permitía pensar. Tenía el hombro derecho paralizado, lo que descartaba de plano cualquier huida aérea, pero el resto de su cuerpo parecía intacto y las matas del rebollar  eran más espesas a medida que se adentraba en él. No sería difícil dar el esquinazo a una perra tuerta y fatigada por un día entero de caza.

Y así empezó un interminable gazapeo de mata en mata. El macho apeonaba por el lado contrario a donde entraba la perra. Una vez, y otra, y otra. Hasta qué la perra desistió y enfiló desanimada hacia el sembrado. El macho, aliviado, empezó a revisar con más  cuidado los daños del disparo. Parecían limitarse al golpe en el hombro que le impedía volar y, aunque el dolor era fuerte, cada vez resultaba más soportable. Decidió  esperar a que oscureciera para cruzar sigiloso el vallejo  hasta las aulagas donde vería de ir recuperando fuerzas y movimiento. Y en estos felices pensamientos estaba cuando sintió el aliento de Lira en su nuca. La muy zorra le había engañado fingiendo alejarse, antes de rodear la  mata, y lo miraba con la expresión inconfundible del verdugo al reo. Dio un latigazo con el cuello y el macho quedó preso entre los dientes de la bretona. Sabía que era el final, en cuanto la perra apretase un poco las fauces se convertiría en un amasijo de huesos rotos y carne desgarrada. Pero la perra no apretó, sino que apremiada por su amo que la llamaba desde el rastrojo, tapado por las matas, dio vuelta para dirigirse hacia él transportandolo suavemente, como en volandas. Y, de repente, detuvo su marcha, lo depositó en el suelo, justo entre dos matas, y se quedó mirándolo con su único ojo triste del color de la miel, hasta que dándole un empujón  cariñoso en el hombro dolorido con la punta del hocico, se alejó trotando hacia el rastrojo a recibir la mayor regañina de su perruna vida. Sabía que no llegaría la sangre al río. Desde lo del ojo,  el amo, que siempre había sido cariñoso con ella, la trataba como  a una hija.

En África,  durante el invierno, las codornices que han sobrevivido al veraneo, se cuentan historias como ésta  para matar el tiempo; pero la que contaba el viejo macho, pese a que su ala derecha presentaba un aspecto más que discutible que torcía  extrañamente su vuelo, era tan increíble, que ningún congénere le concedía la mínima presunción de veracidad.

Juan Rodríguez


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