El juego de la luna

14 agosto, 2017 • Pluma invitada

Veintiocho movimientos que inexorablemente hay que afrontar. Uno por día. Despacio. Jamás entendí cómo sobre un tablero de una ficha blanca y muchas negras podríamos llegar a jugar tres… pero entonces aprendí a jugar.

El juego no cesa, solo se aleja en el pensamiento, pero siempre anda barruntando los nervios. Eres capaz de sacar un hueco, cada poco rato, para esbozar una estrategia. No quieres pensarlo pero, si entras en el juego, es capaz de destruir tu tranquilidad, de avasallar tu mente. Entonces es cuando te toca mover ficha, te toca empezar a jugar.

Avanza el primer peón. Estudias tu tablero. Posturas que no convencen, zonas imposibles pero querenciosas… hasta que lo encuentras. Decides avanzar y mueves la primera ficha preparando ilusiones y esperanzas. Te ves sentado a los pies de una encina. Tranquilo, porque sabes que volverá a nacer, ves la muerte del sol por el horizonte. Se calman unas vidas y se inquietan otras. Por fin la oscuridad se adueña del lugar; despunta una leve sonrisa que “Catalina” brinda al firmamento; se levanta un céfiro agradable que trae todo tipo de sonidos espectaculares. La miras sin entender bien su papel, sin saber por qué elige ser tu compañía, por qué cada día se vuelve más impuntual. Las horas vuelan al paso de un pensamiento de fracaso que te invade. Te levantas desconcertado, ¿qué ha podido pasar? No contemplabas fallo alguno: habías planeado todos los movimientos del juego, evitaste todas esas casillas que, como el aire, borrasen tus progresos y te delatasen. Te caes y te levantas. El fracaso que se apreciaba se vuelve vida. Es la forma de mantenerte en el juego, de querer seguir viviendo, de querer seguir jugando. Una batalla perdida que dibuja tu sonrisa.

Los jaques. Con cada movimiento crees ponerle en jaque, te ves vencedor. De hoy no pasa, piensas. Noche tras noche y la luna marcha de tu lado del tablero para ponerse contra ti. Sin esperarlo, tu as debajo de la manga se vuelve oscuro robándote lo que tanto apreciabas. Al pie de la bellotera se forja un asiento y mientras reflexionas sobre todos los avances que hiciste. Rememoras los días de pisteo, de echar de comer, las muchas noches que creíste perder, de soñar el día perfecto. Despertabas al sol después de ver las huellas. El campo es un amante muy exigente que te consume llenándote de alegrías.

Aprendes a jugar. Aprendes que la luna juega de manera imparcial, que no puedes contar con ella todo el tiempo. Te das cuenta que, por más estrategias que traces, vuelves a donde estabas. Pero entonces juegas con el aire, juegas a ver quién aguanta más, juegas a imaginar cuándo verás a tu “adversario”. El juego no está hecho para comodones, este juego se gana día a día, noche a noche. Mucho culo, hay que aguantar. Tus manos y su hocico conocen el frío tacto del granito que guarda su recompensa, la misma que recibe por darte esquinazo. Acaricias el acero calmando la fiera y tapando los reflejos. Te bufa. Eriza tus pelos y cierra tus ojos. No lo ves. Lo sientes. De la manera más tonta, y desde la casilla de salida, tu jaque no fue un órdago y aparece frente a ti… ¡jaque mate! Habías estado avanzando y comiendo fichas; la luna solo era un mediador; tus estrategias eran finos pasos que agigantaban tu ventaja.

Te sentarás a pensar apoyado en la encina. Juegas imaginando nuevos tableros, nuevos adversarios. Entenderás que la mayoría de las veces se pierde, no siendo una derrota pues ganas en conocimientos. El juego de la luna no se basa en disparar, se trata de ir jugando hasta que… Maldita sea este juego de la luna que, quien entra, jamás vuelve a salir.

Ignacio Candela


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