Aguardo- Una noche de verano cualquiera de Juan Lora Guerrero
Todas las épocas del año tienen su encanto. Ya sea por las diferentes modalidades de caza a practicar en cada una de ellas, así como por las pistas distintas que el campo nos ofrece. Los rastros recientes son vestigios inequívocos de la existencia de jabalíes por la zona. En tiempos donde el agua destaca por su ausencia es bastante común encontrarse con vegetación embadurnada de barro.
Esas encinas y alcornoques que con sólo mirarlos nos despiertan ese instinto soñador que todos llevamos dentro, imaginándonos el porte del guarro en base a la marca dejada en el tronco. Era verano, concretamente un mes de julio, mi padre y un servidor poco amantes de la playa en cuanto a largas temporadas me refiero, no pudimos aguantar la tentación a tan apetitosa propuesta de aguardar una noche. Apena habíamos permanecidos en la costa una semana. A tenor de las más que evidentes pruebas avistadas antes de embarcarnos en el mes de vacaciones, decidimos ausentarnos por un par de días aprovechando que mi padre tenía que hacer unas gestiones por la urbe. Mi madre podía esperar. Total, a ella con que no le priven de su preciado sol…
Llegamos a casa para preparar los rifles. Desestimamos el uso del foco ya que por aquel entonces la luna brillaba en su máximo esplendor, quizás le faltase un poco para considerarla llena en su totalidad pero más que suficiente para el avistamiento nítido del gran marrano que por aquel entonces deambulaba por allí. Con la misma ilusión de siempre nos montamos en el coche rumbo al campo.
Los carriles delataban la sequedad del terreno, la vegetación circundante a ambos lados del mismo se encontraban impregnados de un tupido grosor polvoriento. Tampoco cuento nada del otro mundo, es lo que se destila por estas fechas al menos por el sur y en gran parte de España. A pesar de que los días eran bastante largos, aquel día llegábamos tarde. La luz tenue con la que nos encontramos hizo que nos pusiésemos de “prisa y corriendo” como quién dice.
No nos dio tiempo de dilucidar cuál de los dos puestos estaba mejor. Mi padre me comentaba que a él le daba igual uno que otro por lo que me decanté por el segundo de ellos. No estaba muy lejos del primero pero lo justo para no cortarnos el aire el uno al otro. Además los guarros por las huellas observadas la semana anterior hacían presagiar que no se trataba del mismo suido el que acudía a esos festines de madrugada. Le deseé suerte y anduve hasta llegar al mío. Se trataba de un llano ocupado por frondosas encinas en el que yacía un pantanillo muy tomado por los guarros. Desplegué mi amplio sillón y me acomodé lo que mejor pude. En esto de los aguardos la estancia tiene que ser lo más llevadera posible debido al gran número de horas en silencio y sin poder moverte demasiado.
Eran las 23:30, todo había transcurrido sin mucha trascendencia, la calma sólo era interrumpida por el croar incesante de las ranas. Pensé que si algún animal se acercaba a beber las ranas cesarían en su cantar. Así fue, como si se tratase de un director de orquesta que guiado por su varita manda callar a su banda de música. Fue automático y tajante. Sólo se oía algún grillo por las inmediaciones. Un bonito zorro fue el primer visitante en acudir a la cita. La luna desprendía gran iluminación, gran cantidad de estrellas adornaban aquella noche mágica. Pude atisbar al raposo reflejado en el pequeño mar de agua.
La imagen podría ser rifa de cualquier amante a la fotografía por captar la bella instantánea. La mezcla de sensaciones y la honestidad del momento eran indescriptibles. El corazón se me salía por la boca. Estaba cada vez más cerca, apenas a unos 10 metros. Se quedó mirándome, sabía que había algo allí pero no atinaba a descubrir la realidad del pastel. Clavó la vista en mi bulto. Tragué saliva, no quería moverme. Era un duelo personal, como si se tratase de una competición por ver quien aguantaba más. Finalmente se dio por vencido, sin asustarse y tras haber ingerido el agua suficiente, desapareció por el jaral espeso que tenía a mi derecha. Os parecerá mentira pero estaba orgulloso de aquel “logro”. Haciendo alusión al símil del fútbol, es como si me hubiese llevado los tres puntos a casa como equipo visitante.
Aun recuperándome de la emoción vivida, sin darme tiempo a relajarme, destensar músculos y estirar articulaciones, consigo escuchar con cierta holgura el pisar y crujir de las hojas secas en el cerrito de en frente, por encima de la pantaneta. Cabeceaba de un lado a otro intentando averiguar la posición exacta del propietario de aquellos morbosos sonidos. Pero nada, imposible. La distancia prudente que nos separaba a ambos unido al sombrío que las encinas proyectaban sobre el terreno hizo dura la espera. No era casualidad, no quería mostrarse.
A aquel ruido conseguía sin poder adjudicarle un nombre, pero allí estaba yo sin pestañear, atento a cualquier otra señal que el campo me chivase. Desde que entró el zorro, las manecillas del reloj habían volado. Marcaba la 1 menos 10. Quedé con mi padre en que me recogería a en punto. El tiempo corría en mi contra, si el suido no aparecía en esa mínima franja horaria lo acabaría espantando. Intenté llamarlo perola ausencia de cobertura impedía la comunicación. Quería que se retrasase, que se esperara.
En cuestión de segundos, sin darme cuenta, cual fue mis sorpresa conseguí verlo en una margen de la charca. La sed acuciante del marrano le obligó a jugársela y tras una tensa espera decidió atravesar la delgada línea que separaba la penumbra de la claridad. Sin duda se trataba de algo primoroso, era un toro. Pude comprobar la ráfaga de una linterna a lo lejos, sin duda era mi padre que daba por finalizada su espera. Todavía en la lejanía, el buen cochino no se percató. Era el momento, ahora o nunca. Me enseñó el costado derecho mientras se atiborraba del preciado bien. Encaré el rifle, lo metí en la cruz. Era “carne de cañón”, como decimos aquí por el sur.
La espera iba por fin a dar sus frutos tras tantos días aciagos. Templé en la medida de lo posible los nervios o esa es al menos la sensación que tuve en aquel instante. Sólo faltaba apretar el gatillo, estaba sumido en una especie de coma. Solos él y yo. Me apresuré en tirarlo y… ¡click!; si no lo veo no lo creo, el percutor no picó la bala. No daba crédito. Por momentos quería desaparecer al igual que hizo el guarro que le faltaron fincas para correr.
A unos 100 metros vi a mi padre, lo di por acabado. Mi cabreo era monumental, recogí la silla con cierta brusquedad a la vez que esgrimía una serie de calificativos de cierta importancia. Cuando nos reencontramos a mitad de camino entre los dos puestos le comenté lo acontecido. Vio en mí a un hombre abatido superado por la situación, todavía en trance.
Nunca te terminas de acostumbrar y no será por la cantidad de historias ya vividas a nuestras espaldas. Cada día es distinto, las condiciones atmosféricas son distintas, los animales son distintos, el momento anímico del cazador, la buena o mala suerte… y es que abatir un buen cochino de aguardo es muy complicado, sólo el día en que se unen todos los astros es posible hacerse con tan fabuloso premio. Que será lo que tiene esto que nos corroe por dentro.
Relato de caza participante en el concurso organizado por Cazaworld, autor Juan Lora Guerrero. Toda la información del concurso en: Concurso de Relatos