A Pepe mi fiel compañero de caza
Me remonto a comienzos de la primavera del año 2005, que aunque parece que fuera anteayer, ya ha llovido, y mucho. Era domingo, cerca de las once de la noche, cuando suena mi puerta. No se me olvidará el momento en el que la abro y observo lo que Antonio, un compañero y amigo, me traía en una mantita: ¡Un podenquito! Directamete desde la Axarquia malagueña, cuna, sin duda, del “poenco andaluz”.
Lo recuerdo perfectamente; una bolita marrón con unos ojos tan grandes y expresivos que no me dejaron para nada indiferente. Todo color canela y con ‘calcetines’ en sus patas. He de señalar, antes de que se me olvide, que se trata de un podenco de talla chica.
Yo realmente no quería tener perro en casa, pues ya tuve uno y el desenlace fue tan triste que pocas ganas me quedaron de volver a repetir la experiencia. Además, el podenco no era para mí, sino para Hilario, mi suegro. Yo sólo lo tenía que cuidar esa noche porque al día siguiente se lo llevarían. ¡Ja!
Pasé toda la noche observándolo. Qué animal más dócil, no se movió, ni un solo lloriqueo, aunque ese mismo día le habían apartado de su podenca madre con ni tan siquiera dos meses, y el animalito estaba muy tranquilo.
A la mañana siguiente, ni corta ni perezosa, lo acerqué al veterinario al que acudí siempre con mi anterior perro. Le estuvo echando un vistazo y me confirmó que estaba perfecto, pero que si lo dejaba en una casa de campo, no creía que resistiera siendo tan cachorro. Y como ya me había enamorado perdidamente de él, fue la excusa perfecta para comprarle su camita, su collar, un par de juguetes y todo lo necesario para convivir con un perro en un piso.
Aunque llevaba tiempo trabajando en el mundo de la caza, aún no me había picado el gusanillo del todo. Había ido a alguna espera, montería, rececho, etc., pero siempre desde la barrera. Pero con la llegada de Pepe, pues así fue como le bauticé, todo comenzó a cambiar. Salir a pasearle era un poema,. Por suerte vivo en una zona donde abundan conejos, liebres, perdices, y al final, como os podeis imaginar, era Pepe quien me paseaba a mí.
Tras varios meses de espera, por fin llegó la ‘general’ y Pepe pudó demostrar todo lo que José María y una ignorante en la materia, o sea, yo, le habiamos enseñado. El primer día que le ví correr latiendo un conejo, creo que tardé más de tres minutos en cerrar la boca. ¡QUÉ ESPECTÁCULO! Y a partir de ahí, desde ese punto, fue como despertó en mí el amor hacía los perros de caza y, en concreto, hacia los podencos.
Pasaban las temporadas, ya con permiso de armas y mi escopeta del 20, y allí me plantaba yo casi todos los domingos con Pepe, cazando en mano con mi suegro, Nino y José María lo poco que quedaba entre las viñas de Orusco de Tajuña. Creo que no llegué a abatir ni una sola pieza en mi primera temporada, quedándome cariacontecida cada vez que veía a Pepe sacarle una pieza a su amo y cómo se la cobraba tras el disparo.
Ya han pasado muchos años de aquello y Pepe sigue corriendo el monte, cazándolo, latiéndolo, siempre con las orejas apuntando al cielo, los ojos igual de expresivos que hace bastantes primaveras y con algunas canas en su afilado hocico. Eso sí, ahora cuenta con un nuevo ‘compañero’ de caza, Felipe, mi hijo, al que le hemos transmitido ese amor hacia el fiel compañero de caza, el respeto que debe sentir hacia él y todo lo que conlleva la caza y los perros de caza.
Con estas notas quiero rendirle homenaje a mi perro, a Pepe, que tanta compañía me ha hecho, tantos y tan impresionantes momentos cazando nos ha regalado y lo mucho que humanamente también nos ha enseñado siendo un perro: un amor incondicional a sus amos por encima de todo. Por circunstancias de la vida, hace tiempo que no veo a ese podenco mirándome con los ojos más expresivos que creo nunca volveré a ver.
GRACIAS PEPE