A falta de corzo, ahí estaba la loba

Ahora, a punto de entrar en la primavera y recién terminado el balance de la pasada temporada general, vemos el campo de un verde espectacular, fruto de todas las lluvias que nos está dejando este invierno a punto de expirar. Ello contribuye a estar con muchas más ganas, si cabe, de que llegue abril y poder disfrutar de la caza del tan ansiado ‘duende’.

Afortunadamente no queda nada para saborear sus recechos, esperas, los ervios del lance y, en definitiva, la que es para mí una de las especies cinegéticas más atractivas, el corzo.

Pensando en ello no he podido evitar recordar con una sonrisa en mi cara una de las esperas más especiales que he vivido hasta la fecha.  Me situo en el coto de Turienzo-Castañero, León, en pleno Bierzo.  Hace un calor casi insoportable, ya que estamos a finales de julio, cuando el corzo puede encontrarse en celo.

Se trata de un coto de gran belleza, con la vegetación propia de la comarca: castaños, robles, pinos, escobas, brezos, viñas, praderías, etc.  Sin duda un biotopo de alto valor ecológico, de ahí que la densidad de esta especie y sus características hagan de su caza algo muy particular y a la vez especial.

Aquella tarde de sábado decidimos hacer una espera en un punto donde por la mañana habíamos visto un buen macho, el cual no nos había dado oportunidad de disparo.

Así pues, tras un buen almuerzo y habiendo descansado lo necesario, nos ‘echamos al monte’.

Serían las siete y media, algo temprano por las altas temperaturas, pero a mí me gusta tomar bien el pulso al monte cuando se trata de esperar al “Capreolus capreolus”.

Nos colocamos en unas piedras dominando un barranco, con unas vistas increíbles sobre parte de nuestra ladera y toda la de enfrente. Prismático en mano (Delta Fores II 10×42), conjunto rifle-mira bien preparado (Remington de cerrojo del calibre .30-06 y un visor (Kahles CT 3-10×50) y… ¡a disfrutar de la tarde!

Lo primero que vimos fue un par de conejillos que corrían loma abajo, e inmediatamente después una corza. Preciosa.  Iban pasando los minutos, una hora, y ni rastro del macho avistado por la mañana. Sin embargo, esta espera no es especial para mí por haber hecho mi mejor lance a un corzo, ni tan siquiera por abatirlo, ya que llegada la hora de retirarse del aguardo por la ausencia de luz suficiente para localizar o disparar, éste no había dado señales de vida en pos de la hembra.

Así las cosas, decidí dar por concluida la espera y subir hacia el coche, viniendo a continuación uno de los momentos más mágicos que me han pasado practicando la caza. Llegando arriba del repecho, con la respiración algo entrecortada, me paro y… ¡árzate! A menos de veinte metros me está mirando un lobo (más tarde me dijeron que se trataba de una loba), con unos ojos que nunca había visto y un pelo que aún recuerdo como si tuviese delante la imagen.

Me quedé quieta, pues de sobra es conocido que los lobos no atacan en condiciones normales, y aunque no pude contabilizar el tiempo, me pareció que se quedó inmóvil frente a mí aproximadamente dos minutos. Hasta que se dio media vuelta y se fue tranquilamente.

Era la primera vez que veía un lobo, y por desgracia la última, pero me dejó completamente impresionada la belleza de tan enigmático animal.

Una vez montados en el coche y ya echada la noche, iba contando lo que había visto y, justo allí, no demasiado lejos del primer contacto visual, delante de los faros del coche estaba la loba. Impresionante. Fueron mis acompañantes, aunque aún no sé muy bien en base a qué, los que afirmaron que lo que teníamos enfrente era una loba.

Nunca sabes lo que te puede deparar una montería, una espera, un rececho… Lo que sí está claro es que, con independencia de si ha habido lance o no, abate o no, a veces ves o aprendes cosas que te hacen salir del monte con una sonrisa en la cara, la cual, cuando lo recuerdas, inevitablemente vuelve a aparecer.

Para mí fue una de las mejores esperas que recuerdo, sin duda alguna.