Sorprendente lance en el que un cazador abate dos muflones por azar
Todo animal que muere en acto de caza debe de permanecer en nuestros recuerdos con el lance vivido. En caso contrario, no mereció morir.
Llevaba mucho tiempo detrás de un gran muflón, que es un animal que despierta en mí una fascinación incomprensible desde siempre. A mediados de semana recibo un mensaje escueto de mi amigo Octavio: “Creo que tengo algo que te puede interesar, llámame”. Hacía ya tiempo que habíamos comentado que en el coto que tiene para los machos monteses, de vez en cuando aparecía algún muflón de los buenos de verdad, ¡y en abierto!
Mi respuesta fue inmediata y el rececho lo dejamos organizado para ese mismo sábado. Octavio, prudente, me comentó que tenían visto un par de muflones buenos y que uno destacaba. No había fotos de por medio pero me dijo que quien se lo había comentado era de fiar. Nada más que hablar.
Suena el despertador el sábado a las 3.45 de la madrugada. Habíamos quedado a las 7.45 entre Albacete y la Comunidad Valenciana. Quedaba un largo camino en coche.
Lo cierto es que los viajes largos no me dan pereza, menos aún si el final del viaje es un destino cinegético. Tres horas y media de coche pensando sobre el posible desenlace del rececho dan para especular mucho.
Llegó puntual al bar donde habíamos quedado, en el mismo pueblo donde haríamos el rececho. Me sugiere Octavio que me tome un café, pero es de día ya y no tengo intención de esperar más.
— ¡Vamos al lío, Octavio!, le suelto.
— ¡Adelante pues!, me contesta.
Cambio entonces los aperos de caza de mi coche al suyo y repaso cada uno de los componentes varias veces. Rifle, documentación, mochila, trípode, prismáticos, cámara… Esta todo, ¡adelante!
Los nervios y la tensión comienzan a surgir con fuerza. Nos acompañan dos cazadores de la zona que conocen bien el terreno; uno de ellos, Ramón, es el presidente de la sociedad de cazadores del pueblo, y el otro, Víctor, el que mejor tiene controlados los muflones. Pregunto si está muy lejos el cazadero y me dicen que a menos de 10 minutos. Viaje corto hasta dejar el coche junto a unos olivos, detrás de un gran cerro sobre el que coronan algunos pinos.
No hace prácticamente viento, pero para recechar prefiero algo más de contundencia para evitar sorpresas con los “reboques” habituales cuando apenas hay brisa.
Según estamos sacando los bártulos, Octavio ve un gran cochino coronando el cerro entre los pinos, a unos 150 metros, aunque yo sólo acierto a verle el lomo. Al parecer, era un macho «cojonudo», me dice con los ojos muy abiertos y gesto de incredulidad. Empieza bien la cosa, lo justo para templar mis pulsaciones…
¿Aparecerá mi muflón?
Comenzamos a caminar despacio por un terreno no muy quebrado, cuajado de espadañas y ahulagas. Los cerros están intercalados por algunos bancales con olivos. A la izquierda, según caminamos, divisamos a lo lejos una suave cadena montañosa que marca los límites de la reserva de Muela de Cortes. Nos dirigimos a una pequeña depresión del terreno, una vaguada ancha con un perdido en el que abunda el pasto y en el que suelen merodear los muflones que buscamos. Aunque Víctor y Ramón me dicen que no suelen fallar en su cita, la caza es caza y sabemos cómo empieza pero nunca como termina. Al menos, así debiera ser siempre para que esa incertidumbre se convierta en el estímulo necesario que nos permita apreciar el trofeo una vez conseguido.
No llevamos ni media hora caminando y Octavio divisa en el viso de un cerrete con vegetación baja la cabeza de un muflón a unos 400 metros; sólo se le ve la cabeza y parte del cuello. El muflón tiene la mirada clavada en nosotros. Nos agachamos los cuatro lentamente y, tras una valoración de unos segundos, decidimos retroceder por nuestros pasos.
Aconsejados por Víctor y Ramón, decidimos intentar entrar por debajo, justo buscando las traseras de donde hemos visto el animal, dando un gran rodeo. El muflón, avistado, no es lo que buscábamos pero era de esperar que junto a él, tapado por el viso, le acompañara nuestro ansiado animal. El rodeo nos lleva unos 30 minutos.
Al llegar a la cima de unas terreras, Víctor nos dice que los muflones deberían estar del otro lado de la misma. Como no sabemos la distancia a que pueden estar, se asoma Octavio solo con mucha cautela. Pocos segundos después veo que se agacha despacio, retrocede y nos confirma su presencia. Me hace una señal para que me acerque; le pregunto la distancia y me dice que hay dos a unos 250 metros.
Un pino de porte mediano nos protege providencialmente de la vista de los muflones. No obstante, Víctor y Ramón deciden esperar algo más retrasados. El aire viene regular. Los miramos durante un rato, rumian tranquilos, de pie, inmóviles a poco más de 200 metros.
Con la cámara Coolpix 900 podemos valorarlos mejor. Saco algunas fotos y vídeos para confirmar la decisión de intentar el lance. Realmente creo que es el muflón que busco, pero algunos sinsabores en recechos anteriores me hacen dudar. Estos animales engañan y no quiero equivocarme… volver a equivocarme. Finalmente, decido tirar y se lo digo a Octavio, que asiente y coge la cámara para grabar el lance.
Estoy sorprendentemente más tranquilo de lo esperado. Me tumbo y avanzo unos 5 metros reptando por el suelo hasta esquivar unos espartos que me impiden el tiro. Coloco mi 270 WSM con el bípode Harrys en posición de disparo y meto el muflón en el visor.
Un lance sorpresivo
Esta plantado de frente, inmóvil. Le digo a Octavio que voy a esperar a que cambie de posición y se ponga de costado. Estas esperas me matan. Me voy cargando de adrenalina y ahora sí, estoy como un flan. De vez en cuando miro por el visor, pero no se mueve. Así unos 10 minutos eternos. Al final, el muflón cabecea un poco, da un par de pasos y queda sesgado pero ofreciéndome ya más opciones.
Dudo si esperar un poco más para que se ponga completamente de costado pero finalmente decido intentarlo. No hay mucha distancia, algo más de 200 metros y estoy bien apoyado. Todo debería ir bien, pienso. La cuerna peligra si intento disparar en el codillo y el tiro se me va un poco alto. Decido retrasar un poco la zona de disparo, al estar sesgado el tiro debe de ser mortal aunque entre un poco por detrás del codillo. Respiro una última vez y aprieto el gatillo. Al tirar me desencaro y veo después los muflones correr, me da la sensación de que lo he fallado. ¡Recarga!, grita Octavio, ¡va pegado! Me encaro de nuevo y centro mi visor en el muflón grande, en ese momento no se dónde lleva el tiro. Sigo unos segundos el muflón y en un momento que avanza en línea recta de nalgas aprieto el gatillo con la cruceta en el lomo a unos 300 metros. «¡Buah, has matado al de atrás!, me dice Octavio.
Efectivamente, en el instante de disparar, el segundo muflón mete la cabeza desde detrás y cae. Tras unos segundos de confusión vuelvo a meter el animal en el visor, muy largo ya, a más de 400 metros. Lo intento, pero el tiro parece que queda algo trasero… y el muflón desaparece en un santiamén tras una loma.
Hay unos instantes de silencio en los que todos asimilamos lo acontecido. Entonces le pregunto a Octavio si va bien pegado. «En el jamón», dice con cara de circuntancia. Nos quedamos sentados en el sitio y visualizo el lance en la cámara. No me gusta nada ese tiro en el jamón, así decidimos esperar un poco más y bajar con calma al lugar del disparo para dar tiempo a que el animal se tumbe. Al llegar al tiro el arreón del animal es obvio y va dando algo de sangre, poca. Llegamos al segundo muflón que murió en el acto con un tiro en la nuca al cruzarse: mala suerte. Al verlo me parece bastante más grande de lo que yo esperaba. Coincidimos todos en esa apreciación. Es entonces cuando me doy cuenta realmente de que el otro muflón, de cobrarlo, puede ser algo realmente grande, pues abultaba mucho más que el que tenía ahora mismo entre mis manos, que además es muy viejo y rondara los 8-9 años, dice Octavio.
Seguimos hasta donde le perdimos transponiendo la loma. Da muy poca sangre. Nuestra esperanza es que se tumbe y nos de una segunda oportunidad. No lo veo nada claro, pues cada vez encontramos menos sangre en el comienzo de una gran colina. El animal no lleva mucha muerte porque no desciende, así que mal asunto.
Perdemos la sangre y la encontramos cada poco tiempo. Finalmente Octavio decide parar con buen criterio y esperar la ayuda de un perro. Hace una llamada. Pregunto qué tal es con el rastro el perro y me responde que bueno, sin más. Tardan unos 20 minutos en llegar.
El perro es un precioso teckel cuyo propietario, Daniel, es guarda de la reserva de Muela de Cortes. Le veo seguro de sus posibilidades ya que es un perro con experiencia. Crucemos lo dedos. Inmediatamente, el perro da con la sangre y comienza a subir ladera arriba. Creo que va mal, pienso, pero a unos 150 metros, en un llanete, vemos unas gotas de sangre. Sin embargo, el perro empieza en ese momento a ir de un lado a otro, nervioso… ha perdido el rastro. Volvemos al origen del rastro y el perro vuelve a subir hacia arriba, pero de nuevo, a unos 200 metros, pierde el rastro en el mismo lugar.
En todo momento, intento ir un poco por arriba para, si salta el muflón, tener ángulo de disparo. La visibilidad es buena. Con el segundo tiento fallido del perro cunde el desánimo. Ahora sí que lo veo negro.
Daniel coge a su teckel y hace una media luna para ver si coge el rastro más abajo. Nada. Repite la operación y el perro, de nuevo, caliente. ¡Aquí hay bastante sangre!, grita Daniel. El muflón subió la ladera y volvió sobre sus pasos, despistando al perro y a todos los que allí estábamos. Recobramos la esperanza: el rastro se dirige a un barranco profundo, muy pronunciado. Pienso que debe de estar tumbado en el regazo de la escorrentía o haber descendido por el mismo regato hacia abajo. La ladera de enfrente es lo suficientemente escarpada como para que el animal no pueda tomar esa opción.
En todo momento trato de estar posicionado para el eventual arranque del muflón. Hace calor y llevamos rastreando más de una hora. Sobra ya toda la ropa. Para sorpresa de todos, el teckel sigue el rastro del animal por lo más duro del barranco, hacia arriba, por lo más duro. Daniel apenas puede seguir al perro. Todos ojipláticos ya que el animal, sin duda, está muy entero. Nos preguntamos en voz alta cómo es posible, pero nadie responde. La dirección que lleva es hacia un espesor de pinos y monte bajo. No lo veo nada claro. Llega un momento en que el perro, aunque faldeando detrás del rastro del animal, no puede continuar por lo inclinado de la ladera con un desnivel que da miedo.
Retomamos la sangre unos metros mas adelante gracias a Octavio, porque ni Daniel ni el teckel pueden continuar por lo escarpado y han tenido que subirse un poco más arriba. Ahora, curiosamente, da más sangre que antes, así que entendemos todos que se debe al esfuerzo que ha tenido que realizar por lo complicado del terreno. Hay signos evidentes de que el muflón ha resbalado un par de veces. Octavio es el único que sigue ya la sangre por la parte más escarpada. Él también resbala un par de veces. Ramón me dice que unos 200 metros más adelante hay un barranco con un cortado, y puede que el muflón esté allí sugiere. Yo, sin embargo, no quiero perder a Octavio de vista por si levanta el muflón.
El animal, en su huida, comienza de nuevo a subir ladera arriba, ¿pero cómo es posible? Van Octavio y Daniel en paralelo a unos 10 metros de distancia el uno del otro. El terreno ya no es limpio y comienza a ser complicado seguir el rastro, no ya por lo escarpado sino por lo espesa que comienza a ser la zona de rastreo a medida que nos acercamos al barranco que me había comentado hacía unos minutos Ramón. El cansancio hace mella.
Un cobro increíble
Justo al llegar al barranco en cuestión, Daniel dice con una voz serena a medio volumen: «¡lo tengo a dos metros!» «¡No os mováis, por favor!», les grito con ganas de gritar pero sin conseguirlo. Nadie habla, todos estamos quietos. Sólo pienso en colocarme para poderle tirar de la forma más segura posible, tanto para poder abatir el muflón como para no poner en peligro a ninguno de los que allí estamos. Decido subir hasta donde está Daniel con el perro y el muflón a dos metros. De ellos apenas me separan unos 80 metros pero de muy difícil acceso. «¡No os mováis, por favor!», vuelvo espetar mientras trato de subir por la terrera sin mucho éxito. «¡Ahí va!», gritan a la vez Octavio y Daniel. Desde donde estoy no alcanzo a verle y tengo que descender unos metros para verlo. Lo abrupto del terreno esta vez juega a nuestro favor. El muflón no puede subir la pared y me da una oportunidad a unos 60 metros. Disparo con el animal de frente y se derrumba al instante. Alguien aplaude.
Dejo el rifle en el suelo y resoplo de cuclillas; me tiemblan la piernas. La tensión acumulada va transformándose en una alegría indescriptible. Me levanto y al primero que abrazo es a Ramón. «¡Para, para, para, que me rompes la espalda!», me dice con una sonrisa emocionada en la cara. Baja Octavio y nos abrazamos. «¡Madre mía decimos los dos—, esto no lo vamos a olvidar nunca!». El último en bajar es Daniel con su con su teckel. Llegan más abrazos, incluido al perro con el que retozo un rato en el suelo agradeciendo su trabajo y repitiendo su nombre sin cesar.
Todavía no nos hemos acercado al muflón que yace a unos metros detrás de unas rocas, en el fondo del barranco, y lo hacemos juntos. «Vaya aparato», dice Ramón. «¡Qué preciosidad!», espeto yo. Lo miramos y remiramos, a veces callados y otras comentando el trofeo. La felicidad es total por parte de todos, así que nos damos de nuevo la enhorabuena y le agradezco a todos el esfuerzo de un cobro francamente complicado y en el que en numerosas ocasiones perdí la fe.
Momento de hacer las fotos. El animal, lance y cobro los merecen. Buscamos un buen lugar para que se aprecien las características del trofeo. Especulamos con sus medidas y puntuación. Otras veces no, pero en esta ocasión la puntuación final no me resulta relevante. El animal es majestuoso, espectacular, muy muy viejo, y el lance y cobro muy trabajado entre todos, emocionante y rodeado de incertidumbre con un final feliz. ¡Y en abierto! ¿Se puede pedir algo más?
Montamos el muflón en el coche y nos acercamos a por el otro animal abatido de forma fortuita. No está sencillo de sacar, pero en una media hora lo bajamos hasta un camino. Ya con los dos muflones nos hacemos las últimas fotos, cuidadas con esmero como se merecen.
Decidimos celebrar la jornada en el bar del pueblo con una buena comilona. Allí comentaríamos cada uno de los apasionantes momentos vividos esa mañana. Un día para no olvidar, un rececho para recordar siempre.
Todo animal que muere en acto de caza debe de permanecer en nuestros recuerdos con el lance vivido. En caso contrario, no mereció morir.
Imágenes y relato de Daniel Rodrigo
3 comentarios. ¿Quieres agregar algo?:
Cómo me alegro…
Estas cosas suelen ocurrirle a quienes viven sus aficiones y si encima son buena gente… Me alegro, de corazón, que hayas vivido esta historia Daniel, te lo mereces.
Seguro que tras tanto rodeo con el teckel tenías la «mosca» detras de la oreja y se te salía el corazón del pecho…
Enhorabuena Daniel.
Un abrazo.
Daniel, excelente guarda de la Reserva de Muela de Cortes.
Qué buenos recuerdos cazando allí, tambien con su teckel!
Impresionante historia! Esto es de esas cosas que pasan una vez en la vida durante la caza. Me alegro por el afortunado. La verdad es que el monte siempre nos sorprende y el que más y el que menos, tiene alguna historia curiosa en la caza, pero esta es increíble. Toca seguir disfrutando de la afición cinegética y seguir probando suerte hasta que nos llevemos una alegría tan grande.
Enhorabuena!