Othar, una Administración tuerta y algo de verdad
La caza es sucia, es humo, es sudor y es sangre […] La caza se desuella, pringa y si se raja un intestino, te acaricia con su característico hedor. La caza se saca de las zarzas haciendo jirones la ropa y sudándola. La caza mancha y es sufrida. Es una pelea ancestral que no entiende de postureos.
Cuán difícil se antoja la práctica venatoria desde que los que escriben las leyes son simples oficinistas. Es más que evidente la necesidad de reglar la práctica cinegética, pero dicha labor ha de hacerse acorde con los aspectos del deber, el poder y el querer.
El deber como entidad moral, el poder como la capacidad de obrar y el querer como la voluntariedad de obrar. Son estas leyes las que desprovistas de coherencia alguna impiden, por ejemplo, la posibilidad de cazar jabalíes al salto en zonas en las que por su orografía, calificación u ordenación territorial no se pueden celebrar monterías. Zonas donde la demografía del suido está en claro crecimiento al igual que en la mayor parte de España.
Pero esto no interesa, pues el monopolio de las orgánicas monteras y la Administración proyectan su sombra sobre los pequeños cotos. La rentabilidad de las monterías es más que evidente y compensan más los euros que la lógica. Que la práctica de éstas es más que necesario y que se trata de una modalidad típicamente española, la cual debemos preservar, no es nada nuevo. Pero de cómo comenzaron a cómo se desarrollan ahora, la cosa ha cambiado bastante y no siempre hacia la dirección más adecuada.
Se está perdiendo la esencia para dejar paso a la tontería, a la ropa impecable y a los compadreos de lata. Ahora llegamos en todoterrenos de gama alta, empingorotados, vestidos de marca bien planchados y tiramos en un coto que nunca hemos pisado rodeados de gente que no conocemos. Por supuesto, la cacería es un fracaso si no se matan al menos cincuenta cochinos. Discúlpeme usted, pero no. Y respeto todo. Respeto que alguien pague dos mil euros por un puesto u otros tantos por un coto. Respeto las camisas de cuadros Barbour impolutas y las culatas sin un solo rayón.
Respeto, sí. Pero se está perdiendo la caza primigenia para dejar paso al aparentar, a los trofeos, a la cantidad. La caza es sucia, es humo, es sudor y es sangre. Repeinados y patillas largas bajo un sombrero perfectamente calado, encuadran una testa que muchas veces solamente mira el monte a través del visor, blandiendo un 300 WM con unas manos perezosas de salpicarse de rojo.
La caza se desuella, pringa y si se raja un intestino, te acaricia con su característico hedor. La caza se saca de las zarzas haciendo jirones la ropa y sudándola. La caza mancha y es sufrida. Es una pelea ancestral que no entiende de postureos.
Se está arrinconando a muchos que humildemente no pueden costearse algo que a la mayoría gustaría, vilipendiados por los que, a golpe de talonario, se saben con las de ganar amparados por una legislación absurda.
No eres nadie si no matas tanto, no eres nadie si no gastas tanto. Nos estamos cargando al cazador de siempre, al que desempolva la escopeta (la que buenamente pudo tener) año tras año, nos estamos olvidando de la caza narrada por Delibes, del delicado placer de la compañía de la soledad del monte, de los olores que evocan recuerdos nacidos de la pólvora y el frío.
Estamos cantando un réquiem ante un ataúd que contiene un espejo, echando paladas de tierra en nuestro propio entierro, despidiendo lo verdaderamente importante, la auténtica esencia. Los que manejan cazan y los que no, no pueden.
Creo recordar que hubo una época en la que el privilegio de la caza estaba reservado a los poderosos y la brecha social no era precisamente pequeña; estamos viviendo un nuevo feudalismo cinegético. El sinsentido reina. En el momento en el que abandonemos el génesis para dar paso a algo plastificado, sometido a la gestión inadecuada y doblegado por el yugo del dinero, habremos dejado de cazar.
Mataremos a cambio de euros. Nos apostaremos en cortafuegos que nunca habíamos visto, con la cartera más vacía y a la espera de tirar a algo, pues para eso hemos pagado. La caza mayor está en auge y la menor escasea.
Poner trabas a la caza del jabalí en lugares donde revientan prados y huertos, donde siempre se practicó cuando había muchos menos, es una torpeza ecológica. La caza al salto es necesaria en los casos anteriormente expuestos y generaría una situación de la que se beneficiarían, entre otros, multitud de cotos sociales y privados.
Soy consciente de la petición formal repetidas veces de la Federación Extremeña de Caza a la Junta de Extremadura, solicitando la regularización de la caza al salto en esta comunidad, obteniendo
como respuesta una negativa solitaria sin argumentos que la sustenten. Más de cinco horas de pateo en un coto donde antes abundaban conejos y perdices y lo único que se ve ahora son hozaduras de jabalíes, son la prueba inequívoca de la necesidad de otra gestión.
Las esperas ayudan, pero no lo suficiente.
Los guarros se refugian en las riberas de los ríos, en las zarzas de los arroyos y los huertos abandonados.
Aquí, evidentemente, no se puede celebrar una montería.
El jabalí es un depredador con todas las letras. Conejeras levantadas, polladas de perdiz al traste y campos roturados son el resultado de sus campeos. Es la analogía de Othar, el caballo de Atila.
Nos encontramos pues ante una Administración dictatorial, que aplica una gestión desacorde con la realidad, que no tiene en cuenta las particularidades de cada coto y desoye la petición popular.
En definitiva, una gestión que agrada a “hunos” y crispa a muchos otros. Donde hay más verdad, ¿reunidos en torno al carmesí de unas brasas titilantes tras el abate de un cochino de sesenta kg sin ‘boca’, que costó Dios y ayuda sacarlo de un zarzal con tres perros y cinco escopetas, o tras una montería de cien jabalíes con ochenta ‘bocas’, seis rehalas, puestos amontonados y pase de modelos?
Esto es solamente mi parecer, pero como decía Séneca : “Importa mucho más lo que tú piensas de ti mismo que lo que otros opinen de ti”.
Mientras tanto yo prefiero una caza “de verdad”.
Alberto Serradilla Garzón