La ansiada suelta
Por la mañana temprano, cuando vamos a la perrera, se limpia un poco antes de cargar, se desinfecta el carro y se le echa un poco de viruta para que vayan cómodos a la ida y a la vuelta, se revisan todos uno a uno. Las esquilas están a punto para ponérselas… Se van cargando según vaya conviniendo, o según vayas viendo cuál al lado de cuál para que no se peguen.
El taco o costo, la garrafa de agua, la traílla para el amarre de todos y el kit de cura. Está ya todo preparado.
Se para antes de ir a la finca en cualquier bar, y allí todos tienen la misma conversación: “le voy a echar el Montero a la perra vieja”; “mi perro fue el que dio con los encames”; “esa perra mía no tiene precio”; “aquel guarro primero lo latió mi Romero”; “estaba buena la mancha, había jabatos”; “es buena como la abuela”… Conversaciones que alegran y entusiasman a cualquiera.
Son las nueve de la mañana. Los perros alertados, impacientes, ansiosos, feroces, entre ladras me hacen saber que quieren salir ya.
Mientras tanto, se van poniendo las puertas, los postores haciéndolo lo mejor posible y dándole suerte para que les entre el mejor macareno; pero ellos, los perros, no entienden de esperas. Los rehaleros hablan y murmuran que en la solana está la tropa de guarros. ¿Quién cogerá esa mano? ¿Quién dará con ellos?
Los perros siguen deseosos de salir, encantados de regalarnos faenas. Ya queda menos.
Nos dirigimos a la suelta después de haber escuchado al capitán de montería explicándonos la mancha. Ya por el camino ellos saben adónde vamos: cargan viento, están alerta.
Llegamos a la suelta y siguen nerviosos por salir. Mientras, nos ponemos los atuendos adecuados: los zahones que me regalaron, el cuchillo bien sujeto, una mochila vieja y toda la ilusión puesta en mis perros.
Se van soltando los mosquetones… Alboroto en el carro… El gruñón no regaña con nadie: entre los barrotes del carro se puede ver observar la mirada limpia que refleja su cara.
Nos ponemos en orden y ya sí, ¡ahora sí! ¡La suelta!
Se produce una estampida preciosa de perros en la que ninguno tiene que ver con otro, pues van cada uno a lo suyo, salen de huida, desbravan y… ¡a cazar!
El rehalero se queda solo, hasta que la calma vuelve a ellos y cada uno sabe hacia dónde tiene que tirar y cómo debe trabajar.
Los montes se llenan de bonitas ladras.
Gloria Feria