La ladera de los corrales de piedra de Ángel Martín
El ronco sonido de viejo motor atmosférico de combustión a gas-oil, detenía su marcha en las roderas heladas del camino del páramo mesetario, mientras una jauría de cuatro perros, tres pointer, dos blanco e hígado y uno blanco y negro acompañados por un terrier peludo de mala leche, latían si cesar, en tanto que mi amigo Luis, trataba de abrir la puerta de corredera de la vetusta furgoneta.
Los tres ocupantes del vehículo, hacían pié a tierra. Luis padre, Luis hijo y yo, Ángel. Tres entusiastas cazadores de la patirroja de los páramos castellanos en la boca del Cerrato Palentino. .
¡Joder!.Que frío hace en este puto páramo siempre, mascullaba en voz alta unos de los ocupantes de la furgoneta mientras se apeaba del la misma. Seria la del alba, sí, entre dos luces, mientras las ramas escarchadas de las dos zarzas que había en la boquilla del páramo, empezaban a brillar por efecto de la claridad y del hielo que tenían.
Hoy se nos va a dar bien, apostilló el otro. El año pasado tal día como hoy matamos en este páramo cinco perdices y una liebre. Ya, pero no hacia tanto frió como hoy, dijo Luis, que era el tercero que se había apeado de la furgoneta.
Bueno, vamos, dijo su hijo, que también se llama Luis como su padre. Ya se ve bien. Luego perdemos mucho tiempo.
Los tres nos apretamos las cananas a la cintura y nos colocamos los chalecos, mientras los pointers y el terrier olisqueaban y orinaban unas aulagas del borde del rastrojo que se desperezaba del sueño de la noche, empezando a ponerse en pié las pocas pajas de cebada que tenia.
Equipados con nuestras escopetas, almuerzo en morral con bota incluida, nos echamos a pisar el viejo rastrojo, mientras las bragas de cuello tapaban nuestras heladas barbillas y las manos con unos guantes de lana. Mas tarde, el calor de la fuerte andadura, obligaría a quitarnos los guantes y a “bajarse la braga”.
Asómate un poco a los morros del cerral y sujeta la perra, que tu padre y yo nos vamos a abrir hasta el camino de los pinos le vociferé a Luis hijo, que debido a su edad, era el que nos liberaba a su padre y a mí, de ir de ala o de subir la ladera a media jornada.
Ya sabes que las gusta estar en los majanos que hay junto al perdido. ¡Vale!. dijo Luis hijo. Ya en marcha, en mano de tres, con nuestros pointers y terrier en punta de lanza, exhalando vaho de sus bocas llenas de lenguas jadeantes, al cabo de unos veinte minutos de patear tabones de los barbechos, cultivados por la corva reja del recio arado, avistamos un bandillo de cinco patirrojas, que irguiendo su cuellos encogidos, con sus laringes de baberos blancos, festoneadas por ribetes negros, apeonaban con gallardía y sutileza.
Justo en este instante, un disparo de escopeta interrumpe la escena abatiendo una liebre, que empujada por el morro de la Coa, acababa de abandonar su cama, mientras el bandillo de perdices se ocultaba tras el cerral de la ladera para protegerse entre los pinos.
¡Vaya majo! Le grité a Luis Padre. La vas a dar un paseito cojonudo, refiriéndome a la liebre que acababa de matar. Era una liebre de kilo y medio largo, que tenia que pasear en el morral por todo el páramo.
Metidos en la ladera, después de empujar otro bando de otras seis, nos colocamos en mano seria. Uno por el cerral, otro a media ladera y el otro por el realdar.
Sujetando el aliento y chillando en voz baja a los perros para que no se adelantasen, se descuelga de la ladera una patirroja valiente, que Luis hijo desde el cerral, corta su vuelo por el impacto de los perdigones del 7. Cobra la perrita impecablemente y se la acerca a su amo. En ese instante otras dos perdices se elevan por encima de mí como dos aviones phanton de combate. El sonido metálico del rápido aletear de sus “remos”, quedó truncado por el segundo disparo de mi superpuesta, que hacia blanco implacable en el cuerpo de la gallinácea.
Idefix, el pequeño terrier de orejas con puntas caídas, que se dio cuenta de todo, poniendo más vista que olfato, la aprieta en el suelo un par de veces antes de traérmela a regañadientes, molestado por el pointer novato de diez meses.
Las cosas no iban saliendo mal, y rápidamente me incorporé a la mano, después de recuperar el espacio perdido de una pequeña carrera. La mejor parte de la ladera estaba por llegar, aunque los pinos se elevaban por encima de nosotros y nos quitaban visibilidad. Mientras, se oían los vuelos rasgados de las perdices al descolgarse hacia el valle. Llevábamos veinte minutos pasando entre pinos y tras ponernos de acuerdo, con gestos de brazos, indicando que estaban ahí, nos asomamos al morro del pico los tres a la vez. Luis hijo y yo soltamos los dos disparos sobre las perdices mas rezagadas del bando que se levantó. No hubo resultado positivo. Entre tanto, Luis padre, en el silencio del lance perdido, hizo blanco en el cuerpecillo de un conejo que se le arrancó al morro de su perrita Coa, entre unas hojarascas y unas escobas.
Habíamos acabado la mano de la ladera de los Corrales de Piedra. Si, habíamos culminado el último morro del pico del Condutero, que es como le llamamos los cazadores y los agricultores. Nos juntamos para comentar los lances todavía un poco jadeantes de la escalada. Ya con las escopetas abiertas y descargadas. Les digo yo a lo Luises.
¿Habéis visto al enano?. Refiriéndome al terrier. Que “cobradita” me ha hecho. Iba la “tía” con unos cojo…..-. Bien creí yo que me la tragaba.
Bueno. ¡Vaya manita! Liebre, dos perdicitas y un “oryctolagus cuniculus”, les comenté en tono jocoso.
Joder con el conejito. Si no estoy listo, se me va, dijo, Luis padre, con la cara enrojecida de frió. Salió a caballo la perra con el. Le he cogido al meterse en la boca. Noo.., hombre, que no iba tan pegada, interrumpí yo. Si le tiro antes, agarro a la perra, replicó.
Ya había pegado un quiebro, dijo su hijo, que había visto la faena desde el cerral de la ladera. Sí, pues hay pegando unos vivares muy grandes, concluyo su padre.
Salaos, les dije. Son ya las once y casi veinte, así que a buscar una solana y vamos a almorzar, para dar después el pico de la Mambla y los cotarros de abajo, que ahí las gusta mucho quedarse, y como son cortos, las podemos tirar bien.
Las primeras tres horas se habían dado bien, y mientras almorzábamos, buen chorizo y buen lomo, una latilla de sardinas, y de postre nueces, diseñábamos la estrategia de la mano siguiente. El almuerzo nos daba cobertura suficiente para comer a las cuatro en la bodega, ya de parrilla y brasa o de sartén, con un vino clarete fresco, elaborado por Luis padre.
Que páramo lleno de reciura y de azulencos invernales. Que silencio lleno de aires escarchados. Que majanos de calizas y pedernales. Que aulagas de púas hirientes y amarillos florales. Gracias Páramo. Gracias Perdiz.
Valladolid, 21 de Noviembre de 2012
CONCURSO DE RELATOS DE CAZA
CAZAWORLD-2013.
Autor: Ángel Mª Martín Calvo.