El Cochinazo de “Navajuelas” de Carlos Enrique López
El frío hacía que nos sopláramos los dedos mientras esperábamos que terminaran de hacerse las migas que tanto prometían. Los monteros andábamos de un lado a otro encogidos con la dichosa ola de “frío polar” que nos viene visitando últimamente un par de veces en el año y que en esta ocasión había coincidido con la montería de “Navajuelas”, finca enclavada en la sierra de Segura y que todos los años cumple con las expectativas, merced a la buena gestión de la propiedad y al cariño que en su cuidado pone Genaro, el guarda, hijo del guarda y nieto del guarda de esta misma finca.
Esta finca se montea entre los amigos de la Propiedad , por unos precios dignos de otros tiempos. Son unas mil hectáreas, abiertas y que por su especial situación recogen la caza huida de los cotos colindantes cuando se dan las monterías vecinas. Por esta razón “Navajuelas” se caza tradicionalmente coincidiendo con las fiestas navideñas que permiten reunir a familiares y amigos de D. Fernando Almidón y de sus hijos que aprovechan así para verse con los amigos, en muchos casos, de año en año.
El cortijo, esta prácticamente en el centro de la finca, por lo que la reunión matutina se celebra a la entrada del carril principal, para evitar que las reses vayan venteando el movimiento. Debajo de dos inmensas encinas, que dejan el pasto del suelo al abrigo del hielo, se prepara el desayuno, consistente en migas con chocolate y huevos, según receta de la abuela de Genaro, heredada con verdadera maestría por su mujer, Candela. Normalmente se nos recibe con una copilla de aguardiente de madroño, que “quita las tapaeras del sentío” y arroja el frío de dentro como en una especie de exorcismo montero. Pero aquel 26 de diciembre el aire que parían los barrancos del “Reventaero” y el del “Toro Muerto” eran ráfagas de hielo en movimiento. La vergüenza nos la habíamos dejado en los coches y debajo de los sombreros monteros llevábamos encasquetados los gorros de forro polar. Y las bragas del mismo tejido, apenas dejaban asomar los ojos empañados en lágrimas. Don Fernando nos hizo ver la poca conveniencia de otra ronda de aguardiente, pero fueron pocos los que no repitieron. Por fin salieron las migas y con ellas y la lumbre que ya cogía fuerza, recuperamos el optimismo. Fernandito, el hijo mayor del propietario de la finca, y que desde hace varios años ejerce de capitán de montería, decidió con buen criterio retrasar la salida por lo menos una hora para ver si las condiciones meteorológicas mejoraban algo. (Lo de Fernandito tiene su “guasa”,con casi cuarenta años, cerca de dos metros de alto y casi cien kilos de peso).
Por fin, a las once empezamos a salir las posturas, previendo la suelta para las doce y media. Casi toda la finca se pone en coche merced a una buena red de carriles y solo la mitad de las dos traviesas que se montan hay que a hacerlas “a peón”.
La suerte me deparó el número ocho de la traviesa de “Juan Sinsesos”. El último puesto de esta armada , en el nacimiento de un arroyo junto a un enorme lentisco, del que salieron más de veinte zorzales cuando llegué a la postura marcada con una chapita de hierro sujeta al tronco de un hermosísimo madroño.
De frente a mi posición había un “pelao” entre dos mondas de monte bajo que proporcionaban un perfecto tiradero, a mi espalda una suave pendiente daba acceso a un atalayón de piedra por el que no se podía esperar ni la llegada ni la huida de ningún bicho. A mi derecha, como a cien metros, un cerro separaba visualmente mi posición de las posturas anteriores y por la izquierda rompía el arroyo en dirección a la cuerda donde a más de doscientos metros me saludó un montero, que ya estaba puesto, levantando el brazo.
El poco calor que había almacenado en mi cuerpo con las migas y el poco trecho caminado desde el carril hasta la postura se difuminó por segundos dejando espacio al intenso frío que se fue apoderando de mí cuerpo. Al llegar a la postura, en un exceso de optimismo dejé el gorro de forro polar en el chaleco, pensando que era mejor tener las orejas al descubierto para poder escuchar el más mínimo ruido procedente del arroyo y que me haría presagiar la presencia de algún guarro levantado de su encame en lo más frondoso de la mancha. Diez minutos después de estar en el puesto miré el reloj, las doce y veinticinco. En cinco minutos escucharíamos los primeros ladridos lejanos y el jaleo de las sueltas. Mi arrojo no daba para más, deje la escopeta abierta sobre el banquito y registre el morral en busca del gorro y las bragas, incluso saqué el impermeable que pensaba ponerme para cortar el aire helado. Al desplegar la prenda escuche un ruido extraño mezclado con el sonido de la tela plastificada. Juraría que había oído un ronquido seguido de un leve ¿suspiro?. Al coincidir el ruido de la tela del impermeable con aquel otro, no pude precisar con exactitud su procedencia ni su naturaleza. Dejé el impermeable en el suelo cerré la escopeta con cuidado y me incorpore con los oídos alerta esperando la confirmación de la presencia de algún animal en las inmediaciones de mi puesto . Tensión. Esos minutos en que intentas descifrar cualquier sonido, mientras procuras no emitir ninguno que pueda enturbiar la claridad del que esperas oír, fueron pasando más lento de lo habitual por culpa del frío que me calaba los huesos. Ya se escuchaban las primeras ladras y algunos disparos lejanos ponían de manifiesto que a pesar de la temperatura podíamos divertirnos. Otra vez abrí la escopeta y la dejé en el banquito. Me calé bien las bragas colocando sin miramientos el cuello del jersey de lana por debajo y el gorro por encima. Era un consuelo pero desde luego limitaba el movimiento rápido y sobre todo el oído. Volví a cerrar la escopeta y a esperar…El aire se había calmado un poco y de los lentiscos salían pequeñas nubecillas de vaho, observé embelesado mis huellas marcadas en el suelo desde la loma cercana hasta el punto en que me encontraba, era mediodía y el hielo seguía cubriéndolo todo. ¡Que frio coño! .
¡Otra vez!. Esta vez lo escuché con claridad y estaba seguro de que procedía del enorme lentisco que había a mi lado, era un ronquido. Algo similar a un ronquido humano y digo similar porque estaba seguro de que no podía haber nadie durmiendo allí debajo con la que estaba cayendo. Un escalofrió me recorrió el espinazo , el lentisco estaba a menos de diez metros . Pensé en armarme de valor y asomar la cabeza entre las ramas buscando al autor de aquel sonido pero al mismo tiempo sentía miedo de poder encontrarme algo indeseado. No sabía exactamente qué , pero incluso un guarro que pudiera echárseme encima de buenas a primeras y darme un revolcón. Una ladra en la parte baja del arroyo me sacó de mi abstracción y me preparé para la posible entrada de un cochino. Dos puestos más abajo escuché tres disparos de rifle…otro. Los perros seguían marcando la carrera, el guarro subía por el arroyo, solo le quedaba un puesto por sortear. Lo vi en la cara de enfrente a media ladera , un tiro del puesto siete levantó la hierba por delante de su jeta , el segundo le hizo dar un respingo girar sobre sus pasos y quedarse quieto antes de rodar ladera abajo. El perro puntero ladró a muerto.
Mi corazón recuperó el ritmo normal, había estado a punto de tirar. De nuevo otro ronquido seguido de esa especie de suspiro y el silencio en el lentisco . Los gritos del perrero en lo alto de la loma me hicieron girarme y empezar a hacerle señas de que bajara al lentisco. Me contestaba a gritos que el se volvía por la cuerda para pasar a la otra loma, que allí tenían que romper los otros… De pronto apareció uno de los podencos que habían llevado el guarro al puesto anterior y se metió en el lentisco con la misma velocidad que salió de él ladrando acobardado. Otros dos repitieron la faena y salieron ahuyando. Los ronquidos eran más serios y se escuchaba claramente “frotar de navajas”. Los perros se fueron acobardados, supongo que buscando el apoyo de otros de más porte y entonces pareció moverse el lentisco entero, me encaré la escopeta y vi aparecer un guarrazo descomunal, viejo, con el pelo casi blanco, la navaja izquierda partida . Apenas podía contener el aliento. Se quedó mirándome y movió su enorme narizota venteándome , lo tenía encarado pero me invadió un sentimiento de entre pena y ternura. Bajé la escopeta y sin desencararme le dije: ¡ Anda tira! A mi también me jode mucho que me despierten de la siesta. Se fue poco a poco, cojeando de la mano derecha, en la que tenía un costurón enorme ya cerrado, fruto quizás de un tiro fallido o de una pelea.
A mi izquierda una repentina ladra me hizo girarme rápido, el monte se rompía como si en mi dirección hubieran echado a rodar un bidón. Lo vi bajar perseguido por los perros, apunté sin prisas . Me ofrecía todo el costado izquierdo , pensé : como me decía “el Garabito”, “si viene apretao de perros apunta al hocico y se la encajarás en el codillo”. Un solo disparo y rodó con una gran voltereta. ¡Que pedazo de cochino y que pedazo de lance!. San Huberto me había premiado no tirarle al viejo. No se si lo hice porque ya no me ilusiona un lance con un animal que ya es muy viejo o porque, de verdad, puedo jurarlo : a mi también me revienta que me fastidien una siesta.
Relato de caza participante en el concurso organizado por Cazaworld, autor Carlos Enrique López.