El Jabalí de mi pueblo de Rafael Becerra
Hacía ya tiempo que se venía escuchando en el pueblo que había un enorme jabalí rondando por la zona de “la dehesa de arriba” de Moralzarzal, y que hacía daño a las ganaderías de la zona porque atacaba a los pequeños becerros.
Yo mismo pude verle un día que fui dando un paseo con mi padre buscando setas en “la dehesa de arriba”. Nos salió de delante, entre la maleza de la solana, y corrió hacia abajo, dirección al coto de “el chaparral”. Cuando iba corriendo escuchamos un gran estrépito, supusimos que había arrollado con una alambrada ganadera. Al rato le vimos subir por la solana, era enorme, como un burro, iba despacio, sin miedo, majestuoso, debía sentirse como un chulo paseando por el paseo de la castellana. Permanecimos contemplándole un buen rato, hasta que se perdió camino del Manchon del campo de tiro, después siguiendo sus enormes huellas, pudimos comprobar que en su huida embistió con la alambrada arrancando un par de postes de sujeción. Pensando en qué fuerza no tendría aquella bestia y en la suerte del afortunado cazador que lograra cobrar tan fabuloso trofeo, continuamos con nuestra búsqueda de setas.
Poco tiempo después me contaron como un vaquero, que se dirigía a su ganado, vio como un cochino descomunal se cruzaba delante de su coche, viéndose obligado a frenar para no chocar con aquella mole, una vez que hubo cruzado tranquilamente el camino, se quedó parado, nuestro amigo bajó del coche y le lanzó una piedra para que huyera, pero en lugar de eso, sin inmutarse, se dio la vuelta y encaró al vaquero, desafiándole y mostrando su espectacular «boca». El vaquero se asustó, montó en el coche y continuó su camino.
Durante aquel tiempo todo el que veía un guarro pensaba que era el famoso cochino. Los cazadores le buscaban deseosos de cobrar tan ansiada pieza, e incluso, le tiraron en varias ocasiones, entre ellos mi propio padre, pero sin resultado. Siempre los conseguía burlar y salir victorioso. Con el paso de los días la leyenda del Jabalí de Moralzarzal iba creciendo.
Un día, a media tarde, nos llamó Alejandro el guarda de “el chaparral” ya que somos muy buenos amigos a mi padre y a mí. Mi hijo Fernando había levantado un guarro cerca de su vaquería y había corrido para el Morro. No lo pensamos dos veces y cogimos los «trucos». Alejandro echó a “Niebla” y a “Nico” y nos dirigimos a donde él pensaba que podía tener los encames. Durante el camino apenas hablamos. La emoción se iba apoderando de nosotros pensando que aquél podía ser el «guarro». Llegamos al lugar, y mi padre —que conoce como nadie el campo y las andanzas de los jabalíes— diseñó la manera de cómo íbamos a proceder. Mi hermano, que vive también en el pueblo, y no las había visto más gordas en su vida, sería el encargado de entrar con los perros ya que no tiene permiso de armas. Mi padre se coloco cortando la huida para la Fuente del chorro; a mí, me dejó tapando la querencia del campo de tiro, a media ladera, entre un pequeño robledas y monte bajo; y Alejandro se pegó a las alambreras del Morro.
Nos pusimos con mucho sigilo para no soliviantar le. No habíamos hecho nada más que colocarnos, cuando frente a mí, entre el monte, se oyó un bufido, como si se tratara de un búfalo en celo —estaba claro que se había cargado del aire de los perros— y estaba allí, frente a mí, oculto por el monte, pero a menos de cien metros. No podía ser otro, tenía que ser él, el de la leyenda, el que deseaban todos los cazadores del pueblo, y ahora se me presentaba a mí la oportunidad de ser yo quien le abatiera. ¡Le iba a demostrar a ese macareno quién era “MONTI” con un rifle en la mano! Empecé a temblar un poco, producto de los nervios, sabiendo que el gran momento estaba cerca. No debía moverme, estaba seguro de que él también sabía dónde me encontraba yo. En todo esto no había transcurrido ni un minuto, cuando “Niebla” «le cantó» por donde había resoplado, acto seguido oí el baldeo, ya había dejado el encame y corría hacia arriba, como para donde Alejandro se encontraba; de momento, le vi aparecer por el raso entre las encinas. Nos había divido el terreno, saltando lo más lejos que pudo de nuestro alcance. ¡El muy tuno!
Al verle dejé de temblar y encaré el rifle, pese a la distancia no podía fallar unos 100 metros mas o menos, tenía una silueta enorme, me fui con él, apunté corriendo la mano —como mi padre me había dicho siempre como se matan los bichos— y disparé. No se inmutó. Sin darlo por perdido seguí apuntando, tenía otros dos disparos en mi 300 WM, pero preferí asegurar uno a disparar los dos de manera precipitada. Al meterse entre el monte, supe que era la última ocasión que me daba, le tiré y vi como se desequilibraba de la parte de atrás. Entonces comprendí que con la distancia los tiros me los había dejado algo traseros.
Cargando de nuevo corrí tras él y, al poco, escuché a los perros «dando de pará». Sin tomar la precaución de ir contra viento, me acerqué. En un claro del monte los perros le tenían parado y le acosaban —tenía uno de los tiros en un jamón, el otro le había empanzado—; «el verraco» castañeteaba los colmillos, encarándolos. Cuando me encontraba a unos treinta o cuarenta metros levantó la cabeza —comprendió quién era su verdadero enemigo—, se olvidó de los perros, y como alma que lleva el diablo, corrió hacia mí, mostrándome sus descomunales navajas.
Me vi sorprendido por la reacción de aquel bicho, y sólo tuve tiempo de apuntar y disparar en décimas de segundo. Dejándolo fulminado en el sitio, un tiro en la paletilla que le cruzaba de alante hacia tras, el tiro no tenia salida con lo que se lo comió enterito, llegaron los dos perros y se deshacían en ladras y mordiscos contra este mazacote, como diciendo ya eres nuestro lo mordían sin cesar y yo por supuesto los dejaba al fin y al cabo ellos fueron los primeros encargados de enfrentarse con esta mole.
Se me agolparon un montón de sentimientos, algunos contradictorios; lo primero sentí un poco de miedo de haber sido capaz de aguantar su embestida y derribarlo a mis pies, como hubiera ocurrido en una película; también alegría y orgullo por haber cobrado tan hermoso ejemplar; y por otro, de tristeza por haber acabado con un jabalí de leyenda. Por unos momentos comparé su fin al de un ser querido: ¡Había muerto con dignidad un grande después de librar mil batallas!
Relato de caza participante en el concurso organizado por Cazaworld, autor Rafael Becerra. Toda la información del concurso en: